El aumento de la tasa de inflación en los últimos meses y la certeza de que el año finalizará con una suba en los precios minoristas superior a un dígito, pone de nuevo sobre la mesa de discusión cuáles son las causas -y por ende los remedios- que en términos de política económica deberían utilizarse para reducir las expectativas de un aumento persistente en los precios y sus consecuencias sobre una posible indexación de la economía.
Hasta ahora, la mayor parte de las medidas aplicadas apuntaron a “acuerdos de precios” y a ajustes del tipo de cambio para determinados sectores vía modificaciones al alza de los derechos de exportación y disminución de reintegros. Esto se combinó con reajustes de tarifas en sectores regulados, que se hicieron de forma tal de afectar lo menos posible al consumidor, al tiempo que otros precios regulados se mantuvieron sin modificaciones a cambio de aumentos en los subsidios percibidos.
Esto fue así a pesar de que desde diciembre de 2004, el aumento en los precios no obedecía únicamente a una recomposición “pendiente” de precios relativos a favor de los sectores menos transables -los más atrasados luego de la devaluación-, sino que la misma se estaba dando en simultáneo con aumentos persistentes en los precios de los transables, que acompañaron en parte el aumento de los precios mayoristas a nivel mundial. El IPC resto, indicador proxy de la inflación subyacente, muestra a octubre un incremento interanual de 12,1% y el IPC resto bienes, uno de 10,1%.
De este modo, el bajo traslado a precios de la devaluación que desde 2002 evidenció la economía gracias a la importante capacidad ociosa existente, pareciera haberse vuelto a activar, acelerando el ajuste del tipo de cambio real vía precios. Esto, en un contexto donde el crecimiento del PIB mantiene el ritmo de los dos años previos en torno a 9% (8,6% proyectado para 2005). Una vez que la Brecha de Producto se agota, un crecimiento del PIB fuertemente por encima del Potencial no parece una alternativa viable sin una simultánea aceleración en la tasa de inflación.
Sin embargo, y a pesar de esta evidencia, existe una lectura respecto a que la inflación actual no tendría origen en una sobre-estimulación de la demanda, pudiendo prescindir, por ende, de una mayor prudencia de las políticas monetaria y fiscal, sino que obedecería más bien a restricciones de oferta que sólo se revierten aumentando la tasa de inversión, expandiendo así la frontera de producción. Es decir, no es el gasto agregado el que, estimulado por el aumento en la cantidad de dinero, en conjunto con una política fiscal menos contractiva (más expansiva en el margen como la observada en los últimos 9 meses), está creciendo por encima del aumento de la oferta, sino que es la oferta la que no se ajusta a las necesidades de la demanda. Demás está decir que, salvo el juego de palabras (siempre la inflación implica un desbalance entre la oferta y la demanda), el argumento y sus conclusiones se mantienen: en el corto plazo, con los actuales determinantes de la inversión, las tasas de crecimiento vigentes del PIB no son sostenibles.
En el mediano plazo, el argumento de cómo se resuelven los problemas de oferta tiene más sustento. Sin embargo, la inversión en transables, si bien es clave para la sustentabilidad del sector externo, no necesariamente tiene la misma relevancia cuando se refiere a su rol anti-inflacionario de corto plazo. Precisamente, cuando se analiza la situación por rama de actividad, el límite de la capacidad productiva se da básicamente en algunos sectores productores de transables cuyos precios responden principalmente a la trayectoria de los precios internacionales (en un contexto donde el tipo de cambio nominal se mantiene sin cambios) y en menor medida a factores locales como la evolución de la demanda y la capacidad ociosa. Esto es así principalmente en aquellos sectores capital intensivos que operan habitualmente cerca del máximo de la capacidad instalada, como es el caso de la siderurgia, aluminio, petroquímica, etc. Por el contrario, es en aquellos sectores productores de bienes no perfectamente transables donde existe un diferencial importante entre el precio local y el internacional, tal el caso del sector energético o el de las carnes y lácteos, en los que efectivamente un aumento sostenido de la inversión y la consecuente ampliación de la oferta tiene un claro componente anti-inflacionario.
Dadas las restricciones de corto plazo, el objetivo de política debe centrarse en maximizar la tasa de crecimiento de la economía a largo plazo, evitando los ciclos de arranque y parada recurrentes de los últimos 50 años. La decisión comunicada semanas atrás por el Ministro de Economía de limitar el aumento del gasto público a lo establecido en el Proyecto de Presupuesto 2006 y no ajustarlo a la mayor recaudación, como ocurrió durante el corriente año, luce apropiada. Más aún, el establecimiento de un ancla fiscal con un sendero de crecimiento del gasto sistemáticamente menor al de la recaudación para los próximos 5 años, debiera constituirse en la herramienta clave para prevenir la aceleración del proceso inflacionario. Sin embargo, ésta mayor prudencia también generará, seguramente, una mayor afluencia de capitales, limitando parcialmente su efecto moderador sobre la actividad económica.
En este contexto, la anticipación y credibilidad de una política monetaria que funcione conjuntamente con la fiscal también como ancla de las expectativas de inflación y no sólo como la contracara del resultado del balance de pagos, resulta un complemento necesario para que el intento de definir el ajuste del tipo de cambio real vía una inflación controlada no se transforme en una espiral que en última instancia termine afectando el crecimiento y retrotrayendo a la Argentina a viejas prácticas de indexación, que según muestra la experiencia histórica, podría llevar mucho tiempo erradicar.