Como cada marzo en Argentina volvió a arrancar el “debate” sobre el impuesto a las ganancias a las personas físicas que, crease o no, fue el punto principal del planteo del Paro Nacional, y en cuyo contexto Luis Barrionuevo se refirió tristemente a Axel Kicillof como “el rusito”. El “debate” vuelve a centrarse entre: la justicia distributiva del impuesto que plantea el Gobierno sin tratar de corregir los problemas de diseño del esquema actual y el planteo de los sindicatos que directamente pretende eliminar el impuesto, por considerarlo injusto, aduciendo que el “salario no es ganancia”.
Antes de abordar las particularidades del esquema actual vale recordar que este impuesto, también llamado a los Ingresos, es la base de los sistemas impositivos de los países desarrollados. Tomando datos de la OCDE, y con una presión tributaria similar en torno al treinta y pico del PIB, el “impuesto al ingreso de las personas” representa un 8,6% del PIB, bien por encima del 3% del PIB que alcanzó en la Argentina en 2014. Al respecto, dos miradas.
En términos teóricos, el impuesto a los ingresos es más eficiente. En primer lugar, la alícuota crece en línea con el poder adquisitivo: quienes más ganan más tributan, exactamente al revés que en el IVA. En segundo lugar, el impuesto carece de las características distorsivas de otros como Ingresos Brutos y Derechos de Exportación, que no tienen en cuenta el resultado de cada ejercicio, o el Impuesto a los Débitos y Créditos, que desalienta la bancarización. En tercer lugar, el impuesto a las personas físicas es más eficiente que el que recae sobre las empresas, dado que resulta más difícil de eludir, y a la vez no afecta decisiones de inversión. Estas ventajas hacen que las propuestas de “eliminar el impuesto para todos los trabajadores” se choquen de lleno con el objetivo de pensar en avanzar hacia un esquema tributario progresivo, eficiente y equitativo en línea con los de las economías avanzadas.
Sin embargo, no resulta razonable forzar el esquema actual sin atender a los serios problemas que presenta. No es razonable un esquema donde los sectores alcanzados por el impuesto pierdan el 20% del aumento nominal en los salarios como ocurriría este año. O dicho de otro modo, y considerando una paritaria promedio del 32% en 2015, que el Estado se quede con 7 p.p. del aumento. Es menos razonable aún que existan tres niveles de mínimo no imponible que estén fijados en función de los ingresos de 2013, independientemente de los salarios actuales (los que cobraban entonces hasta $15.000 mensuales bruto, los que cobraban entre esa cifra y $25.000 mensuales y los que cobraban por encima). Esta situación genera inequidades que conducen a situaciones extremas donde dos personas que hoy cobran un sueldo bruto de $25.000 mensual tributarían cero si en 2013 cobraban $15.000, y 17% si cobraban $15.001, una ridiculez impresentable tanto para la ortodoxia como para la heterodoxia.
En el primer caso, con la “reforma” de 2013, la alícuota efectiva cayó de 7% a 0%, mientras que en el segundo caso aumentó de 7% a 17% del salario, una diferencia de $46.000 anuales, sólo por haber cobrado $1 más por mes en promedio durante los primeros ocho meses de 2013. Para los sueldos más altos, las diferencias son menores, aunque no por ello menos costosas. Una persona que ganaría en 2015, después de paritarias, un sueldo bruto de $43.000 por mes, tributaría una alícuota promedio de 26,7% ($135.000 anuales), casi 10 veces más alta que la de 2001 después de la suba de impuestos.
Esto, sin tener en cuenta el incentivo a comprar dólares (ahorro o turismo) al BCRA dado que el pago de la percepción les permite recuperar parte del impuesto pagado.
Que el impuesto alcance sólo al 10% de los trabajadores, no es un argumento válido para sostener un esquema equivocado y que genera inequidades crecientes por la inflación al interior de la masa salarial.
Pero tampoco, se puede prometer la eliminación del impuesto, sólo porque resulte políticamente redituable, y si este fuera el caso habría que tener en cuenta no sólo a los asalariados sino también a los autónomos, que desde 1992 cuando se creó la deducción especial de cuarta categoría vienen discriminados en relación a los asalariados. Al fin de cuentas, la corrección de este problema va a requerir unificar el mínimo no imponible, readaptar la escala para definir alícuotas razonables y progresivas en función de los ingresos, y buscar mecanismos de actualización de las escalas para mantenerlas estables en el tiempo. Y esto, en el marco de una discusión más amplia sobre el sistema tributario que necesita el país para financiar el desarrollo, nuestra agenda de los próximos 15 años.