Desde el punto de vista de las expectativas de los agentes económicos, la inflación argentina resulta probablemente superior a la compatible con la célebre máxima del ex Presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, en el sentido que una inflación óptima es aquella que no influye en las decisiones de inversión de las empresas ni en las de consumo de las familias. La comprobación empírica de esta intuición es la inquietud y el suspenso que genera mes a mes en la opinión pública la difusión de los índices de inflación, que incluso ha llegado a desplazar de la escena aquellos derivados del espectacular crecimiento de la economía argentina. Este sendero de precios es la contracara de la decisión del Gobierno de que el ajuste del tipo de cambio real se de vía una mayor tasa de inflación y del objetivo de estirar esta trayectoria en el tiempo mediante movimientos reptantes del dólar cómo los observados desde julio de 2005. A su vez, y más allá de la consistencia fiscal derivada de este nivel de tipo de cambio, que es el que permite al Gobierno apropiarse de parte del excedente del sector externo vía retenciones que financian 50% del superávit, la forma que muestra la inflación es también funcional a la política económica. Vayamos por partes. La historia de las dos inflaciones, con un aumento del IPC “libre” sensiblemente mayor que el que registra el IPC “regulado” es conocida. Esta trayectoria es en gran medida la contracara del proceso de apreciación “orientado” del tipo de cambio real vía aumentos en los precios de los no transables sin regulaciones que suben 18%, por sobre los de los transables que suben sólo 8% -impulsados por el deslizamiento del dólar pero contrarrestados por los “acuerdos” y/o limitaciones a las exportaciones-. Sin embargo y más allá de los diferentes recálculos que puedan hacerse para explicar la trayectoria del índice, como excluir carnes y lácteos o quitar los precios con tarifas que no ajustan, esta trayectoria de los precios logró establecer tres tipos de inflación en 2006, que son funcionales al Gobierno: La “inflación de los pobres”, medida a través de la Canasta Básica Alimetaria (CBA) que es la que se usa como testigo para medir la línea de indigencia, que luego de aumentar 15% i.a. a fines de 2005, subió sólo 5,5% i.a. en septiembre, 0,1% en la comparación contra agosto. La contención de estos precios es la que más desvela al Gobierno, ya que aumentos mayores contrarrestarían el impacto benéfico sobre los indicadores sociales derivados del fuerte crecimiento de la economía y el empleo. La inflación por la que ajusta la recaudación, que en gran medida tiene que ver con los Precios Implícitos de la economía, que surgen del cociente entre la estimación del PIB a precios constantes y corrientes. Al tener estos una mayor injerencia de los servicios y la construcción en su composición (cuyos precios crecen más) ajustan ahora más rápido y probablemente lo seguirán haciendo en los próximos meses. En el segundo trimestre del año –último dato disponible- el deflactor del PIB mostró una suba de 13,4% i.a., frente a una suba de 11,7% i.a. en el último trimestre de 2005. Por último, el IPC propiamente dicho, el dato sobre el que operan las expectativas de inflación. Pero además es el dato por el cual se ajustan en forma directa e indirecta los Gastos del Sector Público. Por un lado, el IPC es la base sobre la que se construye el CER, utilizado para indexar poco más del 40% de los pasivos de la Nación. Por el otro, es el mojón utilizado para negociar aumentos reales en salarios y jubilaciones. Gracias a las medidas mencionadas con anterioridad, el IPC mostró en septiembre un aumento de 10,4% i.a. (0,9% en la comparación contra agosto), y el año finalizaría con una suba en torno a 9,5%. A esto se suma que, ilusión monetaria mediante, los aumentos de dos dígitos en salarios y jubilaciones siempre tienen algún rédito político, aún cuando en términos de transables todavía no convergieron al equilibrio, y van a tardar más en la medida en que siga deslizándose el tipo de cambio nominal. Aumentos reales de 6 p.p. por sobre la inflación registrada en 2005 como los que se alcanzarían este año, son más rentables políticamente con una nominalidad de 18% que con una de 10%. Con una tasa de desempleo que ajusta a niveles cercanos a la friccional y con una aceleración de la puja distributiva en puerta, elegir negociar con niveles altos de inflación es peligroso, pero no necesariamente contraproducente. De todos modos, la negociación en 2007 parece encaminada: Los sindicatos piden aumentos entre 15 y 19% y el Gobierno se plantó en 13% con del anuncio de aumentar las jubilaciones a partir enero próximo, lo cual permitiría cerrar en torno a 14%, 5 p.p. menos que los acordados en 2006 en términos nominales y 2 p.p. menos en términos reales. Desde este punto de vista, crecer mucho con esta composición de la inflación es sensiblemente mejor que crecer poco con una inflación más cercana a parámetros internacionales. El costo de esta elección es que manejar este sendero va a requerir una importante precisión técnica. Es cierto, que con el nivel de reservas del BCRA, una devaluación nominal en torno a 3 / 4% por año no debería desdibujar la demanda de dinero, aunque el equilibrio es delgado en un contexto donde la inflación está atada con ¨acuerdos¨, aranceles y regulaciones; volver a presionar sobre los costos implica una ronda más de negociación en una economía en la que la demanda continúa creciendo más rápido que la oferta. Pero además, y aún cuando es cierto que en términos agregados la inversión sigue siendo uno de los componentes más dinámicos de la demanda, las señales de precios en algunos sectores “regulados” complican la composición de esta inversión y redunda en una mayor dependencia del sector público para compensar cuellos de botella mediante subsidios o directamente aportes de capital, presionando sobre los niveles de Gasto público. Nuevamente, la consistencia del Gasto acorde a los ingresos será esencial para ayudar en el corto plazo como instrumento de absorción de esta política monetaria y en el mediano plazo para compensar los menores recursos fiscales apropiables en una economía cuyo tipo de cambio debería tender a apreciarse. * Economistas y Directores Estudio Bein & Asociados |