Whatever it takes”. Aquella frase que utilizó Mario Draghi allá por el 2012, en aquel entonces presidente del Banco Central Europeo, quedó grabada en la memoria colectiva de todos aquellos que veían cómo la crisis de deuda, que se había desatado primero en Grecia y que se había extendido a una gran cantidad de países del viejo continente (Irlanda, España y Portugal, entre otros), hacía peligrar la subsistencia del euro. En aquel momento, la contundencia de aquellos dichos lograron calmar las ventas masivas en los mercados financieros, y las abundantes inyecciones de liquidez que operaron a partir de entonces demostraron el poder de fuego de dicha institución monetaria para calmar una crisis financiera.
La comparación de la coyuntura global actual con la de aquel entonces no tiene mucho sentido si tenemos en cuenta que el shock comenzó como un problema de oferta provocado por las cuarentenas obligatorias, que se iniciaron primero en China y luego se trasladaron a Europa en la medida que éste último continente pasó a ser el epicentro del virus, y no por una crisis financiera originada en los bancos que prestaron a diestra y siniestra abusando de la falta de regulaciones bancarias que hoy en día, después de la crisis, aparecen mucho más sólidas.
Pero sí surte efecto la comparación con aquellas palabras cuando miramos las medidas fiscales que han ido adoptando los distintos gobiernos, principalmente en los países desarrollados que han acumulado stocks en el pasado y han logrado construir una moneda a lo largo de su historia, lo que en el presente les dio margen para aumentar el gasto o reducir los impuestos en magnitudes considerables recurriendo a la opción del financiamiento monetario. Por poner un ejemplo, Alemania ha anunciado un paquete fiscal que supera los 20 puntos del tamaño de su economía. Una “bazooka” en palabras de su ministro de Finanzas. El “whatever it takes” hoy pasa por salvar a la economía del derrumbe, por invertir lo que sea necesario para que cuando todo esto pase, se mantengan en pie la mayor cantidad de empleos y empresas.
La magnitud del shock de oferta que se cierne sobre la economía mundial no tiene precedentes y es bajo cualquier punto de vista inédito en la historia reciente. Basta con observar las proyecciones de caída en el segundo trimestre del año que, en los escenarios más pesimistas, alcanzarían 24% cuando se considera la tasa de crecimiento anualizada sin el efecto de la estacionalidad. O las solicitudes para los seguros de desempleo, que en una semana escalaron a casi 3,3 millones de estadounidenses que se vieron desplazados del mercado de trabajo.
A diferencia de la crisis iniciada en 2007-2008, hoy ésta crisis no se genera por la explosión de una burbuja en los mercados financieros luego de un boom en los precios de las viviendas que gatilló una crisis sistémica en el sistema financiero más importante del mundo. Tampoco se podría asimilar con el shock de oferta producido en 1973, cuando la Opep decide no exportar más petróleo a aquellos países que habían apoyado políticamente a Israel, desatando un proceso inflacionario que obligó a EE.UU. a recurrir a una restricción de la cantidad de dinero pura y dura con el objetivo de calmar el crecimiento en los precios.
Hoy, la crisis combina un shock de oferta negativo, provocado por la necesidad de que las personas se queden en sus casas para frenar la expansión del virus, con un entorno donde las presiones deflacionarias eran una característica en la previa al shock, que dificultaba seriamente la posibilidad de seguir acelerando la baja en la tasa de interés para compensar el shock negativo en el nivel de actividad. Aun así, los distintos bancos centrales del mundo han relanzado su programa de recompra de activos al sector privado (nombrado Quantitative Easing) sumado a otras medidas que tienen como objetivo último inyectar la cantidad de dinero suficiente en los mercados financieros para aceitar la provisión de liquidez a los distintos agentes que buscan tomar crédito de los bancos para afrontar los gastos operativos en un contexto de caída en la demanda y freno de la producción en aquellos segmentos no esenciales.
La contundente señal política fiscal, con EE.UU. aprobando un paquete de US$2 billones, sumado a una activa política monetaria, logró calmar a los mercados en el corto plazo. La certidumbre de que los distintos fiscos están intentando aliviar la carga financiera de las empresas (favoreciendo con las medidas a aquellas más afectadas) en la medida que otorgan prórrogas para el pago de impuestos, dan créditos dirigidos y en muchos casos pagan parte del salario, permite pensar en que los costos económicos inherentes a semejante crisis podrían ser parcialmente compensados, tratando de minimizar el daño económico lo máximo que se pueda.
En el caso de Argentina, nos toca enfrentar este shock sin acceso al financiamiento en los mercados de capitales internacionales y con una demanda de dinero que, si bien favorecida parcialmente por la cuarentena obligatoria que aumenta la demanda “precautoria”, no tiene margen para financiar un “paquetazo” fiscal al estilo de los países desarrollados o incluso de algunos emergentes.
Pero la cuarentena obligatoria no es gratuita para ningún gobierno democrático. Requiere de mucha pericia para ir levantando lentamente las restricciones en la medida que se identifican a los contagiados y se minimizan las chances de contagio.
La “legitimidad” de la cuarentena (o la discusión entre “priorizar la salud antes que la economía) va a empezar a hacer ruido si no se toman las medidas necesarias para despejar el horizonte de incertidumbre sobre el plazo de duración de la misma. Es momento de “hacer lo que sea necesario” para aplanar la curva y empezar a pensar, con ojo quirúrgico, como ir activando nuevamente la maquinaria de la economía en aquellos sectores no esenciales.