Gracias a la combinación del cepo y las cuotas sin interés del año pasado, más la devaluación del dólar australiano y el nuevo tramo de Air New Zealand que conecta Buenos Aires con el Pacífico, pude pasar mis vacaciones de invierno en Australia. Un país de tamaño continental que es imposible recorrer en tan poco tiempo, pero que ciertamente impresiona no sólo por el grado de desarrollo que se observa y su calidad de vida, sino porque no deja de ser el espejo en el que uno como país quisiera mirarse. Sobre todo cuando se tiene en cuenta que con el nuestro comparte una geografía no tan distinta y una estructura económica similar de base.
Hoy Australia tiene un Producto Bruto Interno (PBI) casi tres veces más grande que el de la Argentina con poco más de la mitad de la población. El ingreso per cápita es de US$ 57.000 frente al de US$ 13.000 que tiene nuestro país (luego del reajuste estadístico hacia arriba que hizo el Indec este año). Esto en una economía cuya estructura productiva hace que no deje de ser un país productor de materias primas, inicialmente agrícolas con algún grado de elaboración, y que en los últimos años fue mutando a metales y minerales, hoy principales bienes de exportación.
Pero cómo un país que se inició como un destino de convictos desterrados de Inglaterra se convirtió en una economía desarrollada es algo que tiene varias explicaciones, difíciles de incorporar en una nota. Uno podría sostener que su pertenencia al Commonwealth, su participación activa del lado de los ganadores en la Segunda Guerra Mundial y, fundamentalmente, su lugar privilegiado en el Pacífico que le permitió colgarse del crecimiento asiático -primero fue Japón, luego los tigres asiáticos y en los últimos 20 años, China-, fueron factores determinantes en esta dinámica. En lo que hace a temas internos, se destacan las políticas de Estado que trascienden gobiernos y una capacidad de organización en el manejo de la puja distributiva en democracia.
Lo que sorprende es que cuando se analiza la macroeconomía, Australia es un país con sendos desequilibrios gemelos: un déficit estructural de cuenta corriente de alrededor de 4% del PBI durante 40 años y un déficit fiscal de 2% en los últimos 10. Esto implica que en forma consistente, Australia como economía gastó más de lo que generó, lo mismo que el sector público en la última década. Esta fórmula mágica que la Argentina quiso intentar varias veces, con resultados ciertamente frustrantes que se reflejan en la gran volatilidad del ciclo y el bajo crecimiento tendencial durante 40 años, fue posible en Australia, que creció 3,3% promedio durante el mismo tiempo con sólo dos recesiones cortas en el medio (1983 con la crisis de la deuda y 1991). Crecimiento que es en gran medida la contracara de los grandes flujos de inversión directa que recibió esta economía fundamentalmente desde Asia, cuyas utilidades se reinvierten en forma sistemática.
Los debates que se leen en los diarios de Sydney abarcan -como casi en todo el mundo desarrollado- los niveles de endeudamiento privado y los precios de las viviendas, aunque se siguen ofreciendo hipotecas al 4% anual (con una inflación del 2%). También se habla del desafío que presenta el menor crecimiento de China y su impacto sobre los precios de las materias primas, fundamentalmente los metales. Al mismo tiempo, si bien la inflación es muy baja, 2,2% en promedio durante los últimos diez años, la discusión en los diarios estaba dada por el alza en los costos de los servicios de salud y educación, y el aumento coyuntural en el precio de la electricidad.
¿Sydney es más barato?
Sobre el debate reciente que se instaló respecto de comparar los precios internos de las economías australiana y argentina, debo decir que Sydney no nos resultó barato en absoluto. Dejando a un lado los extremos con precios de los servicios públicos muchísimo más altos que los locales (el boleto de colectivo, $ 47 o 3,5 dólares australianos), y los precios de las naftas y la electrónica bastante más bajos (el litro de nafta, 25% más barato y los productos de electrónica, que además de precios más bajos tienen una variedad significativamente mayor), el resto de los precios no parecían particularmente más baratos, ni siquiera los de productos de consumo masivo, aunque es cierto que la enorme variedad y dispersión de éstos dificulta la comparación.
Chequeando en la página de Woolworth, uno de los supermercados más grandes y tomando un tipo de cambio de $ 11,30 (0,76 dólares australianos por dólar), se pueden establecer estas comparaciones: el litro de leche más barato cuesta $ 22,6 (2 dólares australianos) frente a $ 17 en la Argentina; la Coca-Cola de dos litros, $ 46 (4,1 dólares australianos) frente a $ 44 en las góndolas de nuestros supermercados; el agua mineral más barata, $ 22,6 (2 dólares australianos) frente a los $ 13,6 en el supermercado local; el azúcar más barata, $ 14 (1,09 dólares australianos), mientras que cuesta $ 11 en el mercado local. Las frutas y verduras son ciertamente más caras, salvo algunas excepciones, y lo mismo vale para los cortes de carne. Sólo el queso vale menos, cuando se toman las ofertas; el producto está más en línea con lo que valía acá hasta hace menos de un mes antes de que se normalizara el mercado. Estas comparaciones están sesgadas, además, porque los precios de lista de los supermercados en la Argentina (que son los que entran dentro de los índices de precios) están inflados y son mucho más altos que los que después resultan cuando se aplica la gran cantidad de descuentos que hoy se ofrecen.
En cualquier caso no parece ser Australia el ejemplo para concluir que la Argentina tiene un atraso cambiario significativo, aunque la foto no necesariamente es la película.
Si el tipo de cambio sigue funcionando en los próximos meses como semiancla apalancado en los dólares financieros, mientras los salarios y los precios crecen por encima en una economía que mantiene un alto grado de protección, probablemente el mismo viaje en la próxima temporada resulte más barato, y el argumento del atraso cambiario cobre relevancia.
Las enormes dificultades para manejar las pujas distributivas en la Argentina, frente al intento de cambiar los precios relativos para dar señales a la inversión, dificultan una vez más la mirada de largo plazo. Mientras tanto, el financiamiento da margen para recrear ilusiones que permitan sostener la consistencia política del Gobierno viviendo de prestado como Australia.
Con tasas bajas podríamos intentar parecernos por algún tiempo, aunque sin la inversión directa que recibe Australia en forma permanente desde hace 40 años; difícilmente las condiciones para nuestro país estén disponibles en el mediano plazo, por lo que la agenda de la inversión y el desarrollo económico no debería perderse en el mientras tanto.