Llueven dólares y la economía no termina de arrancar. Esta paradoja, difícil de encontrar en la historia argentina, es consecuencia de una definición de política que -en un contexto donde la demanda de pesos está anclada por el aluvión de dólares financieros, del blanqueo y en los próximos dos meses de la cosecha-, prioriza la inflación por sobre el crecimiento del consumo y la normalización de inventarios. Es que en una economía donde el consumo representa 72% del PBI, crecer sólo vía inversión (mucha obra pública y algo de privada,asociada a sectores que recibieron fuertes señales de precio) en un contexto donde el sector externo contribuye en forma negativa al PBI , no alcanza.
Pero con tarifas que vuelven a agregar entre 3 y 4 p.p. a la dinámica de los precios en los primeros meses del año, las expectativas de inflación se escapan de una meta que no tuvo en cuenta el impacto directo de estas correcciones, y el BCRA se ve obligado a reaccionar en consecuencia subiendo la tasa de interés para frenar una inflación de costos, en un contexto donde, además, las paritarias empiezan a cerrar también por encima de los objetivos consistentes con la meta.
A diferencia de otras economías de la región donde la caída en la inflación resultante de la apreciación en el tipo de cambio brinda margen a los bancos centrales para bajar la tasa de interés, en Argentina el impacto directo de las tarifas presiona a un BCRA que no distingue inflación de demanda de inflación de costos, a subir las tasas de interés vendiendo Lebacs en el mercado secundario y convirtiendo a la Argentina en el campeón mundial (transitoriamente) del carry trade, en un contexto donde el ingreso de capitales de corto plazo y un BCRA que sólo compra una parte del excedente de dólares por sobre la enorme formación de activos externos y demanda por turismo, brindan una especie de seguro de cambio implícito por los próximos dos meses.
En efecto, si bien recién ayer el BCRA movió 150 pbs la tasa de política monetaria, la tasa implícita en la Lebac más corta ya venía aumentando en los últimos 20 días más de 300 pbs, llevando el rendimiento en el mercado secundario a la zona de 24% anual y agregando presión bajista a un dólar que vale 5% menos que el pico de febrero de un año atrás.
Y acá entra en juego el nuevo discurso oficial: dado que las paritarias privadas ya están empezando a cerrarse, lo más reactivante es bajar la inflación para maximizar el aumento del salario real. Es cierto que el atraso cambiario implícito en el esquema de tasas altas de interés con aumento en las reservas apuntala al crecimiento de la demanda interna ya que contribuye a asegurar la recuperación del salario real.
Aunque con mecanismos de ahorro disponibles, tasas cada vez más altas, y la posibilidad de consumir en el exterior (importaciones de servicios y/o de bienes), el impacto sobre el consumo doméstico de la recuperación en los ingresos, que desde mediados del año pasado se empezó a dar en la economía respecto al piso de junio 2016, no es inmediato, particularmente en los sectores formales de la economía.
Por un lado, la dinámica del Turismo al exterior (se gastaron 8.500 millones de dólares en 2016 y ya van 2.300 millones de dólares en el primer bimestre de 2017) y una apertura modesta en la importación de bienes de consumo frente a un mercado en caída. Por otro lado, el intento directo de frenar la dinámica de los precios por encima de la meta, asegurando que no vendan aquellos que se pasaron de largo en las remarcaciones.
En un modelo de equilibrio general, esta última dinámica es cierta, pero con precios inflexibles a la baja, empresarios que no están dispuestos a fijar precios por debajo de la dinámica de sus costos y sindicatos hiperactivos, el modelo puede fallar en la realidad, como ocurrió en 2016 cuando se argumentaba que los precios ya estaban fijados a un dólar de $15 y las tarifas no eran inflacionarias, sino deflacionarias.
Si bien es loable que, por una vez en la historia, la agenda larga se ubique por sobre el cortoplacismo que caracterizó a la Argentina, no es tan lineal el argumento. Por un lado, si en el corto plazo la gobernabilidad no ayuda, el largo plazo bien puede no llegar.
Pero por otro lado, en el largo plazo, el esquema de cambiar financiamiento monetario por deuda con una carga de intereses que empieza a escalar, sólo es consistente si se reduce nítidamente el desequilibrio fiscal primario. Y con casi la mitad del gasto público indexado al pasado y sin ingresos del blanqueo a partir de 2018, la trayectoria de reducción del déficit hacia adelante, que dependerá mucho del Congreso, dista de ser una apuesta segura. Más aún cuando el escenario de desinflación incorporado en las metas para 2018 (8% a 12%) y 2019 (3,5% a 6,5%) no incluye el desagio en los contratos (indexación al pasado de la mitad del gasto público) y, en simultáneo, se requiere bajar la presión impositiva sobre los sectores formales de la economía.
Finalmente, el problema que está progresando no es la baja en la inflación, sino lo exigente de meta en un contexto de déficit fiscal abultado. O, dicho de otro modo, si la meta original en vez de 12 a 17% viniendo de una inflación del 40% en 2016 hubiera sido del 17% más tarifas, probablemente el año concluiría con más crecimiento y una inflación no mucho más alta.