Cuando las cosas afuera van bien y entran capitales al país, no hay nada que la política económica pueda hacer para que nos vaya mal en el corto plazo.
Y cuando las cosas afuera van mal y salen capitales del país, tampoco hay nada que la política económica pueda hacer para que nos vaya bien en el corto plazo (léase que hablamos de corto plazo, obviamente la praxis de la política económica tiene consecuencias que hacen a la sustentabilidad de los esquemas económicos).
Con esas frases empezaba un informe que realizamos a principios de 2007, cuando el Gobierno nacional seguía forzando el corto plazo en una economía que ya hacía más de un año había recuperado los niveles precrisis con políticas de ingresos y de gasto público, y además intentaba mantener un peso competitivo mientras entraban capitales (por la cuenta corriente y por la cuenta capital), llevando a la Argentina a un salto en la tasa de inflación por arriba del 20 por ciento, que en definitiva también terminó atrasando el tipo de cambio real.
Todavía entonces, la economía crecía a tasas del ocho por ciento y ostentaba superávits gemelos que empezaban a achicarse en un mundo donde el dólar se devaluaba rápido y subían los precios de nuestras exportaciones.
Y así podría haber empezado una nota en 2017, cuando ya con amplios déficits gemelos, Argentina recibió un aluvión de dólares financieros por las colocaciones de deuda de la Nación, las provincias y las empresas, que permitió financiar un aumento en el consumo y la inversión, con un salto brusco en las importaciones (turismo incluido) y una duplicación del déficit de cuenta corriente.
Este último llegó a alcanzar casi cinco por ciento del producto interno bruto (PIB), es decir, 31.000 millones de dólares, mientras en simultáneo las reservas del Banco Central (BCRA) subían 15.000 millones de dólares.
La economía creció 2,9 por ciento en 2017, con un salto en la demanda interna (consumo e inversión) de más del cinco por ciento.
Aquel ingreso de capitales fue favorecido por el levantamiento de todas las restricciones al ingreso de capitales especulativos de corto plazo (se sacó el encaje y el período de permanencia en el país), lo que aumentó el fondeo a la economía cuando el mundo nos sonreía, atrasando el tipo de cambio en un contexto en el que el BCRA pretendía arrimar la inflación a una meta que no había tenido en cuenta el salto en las tarifas, con tasas nominales muy altas y un dólar que hasta octubre había subido sólo 12 por ciento.
El “mercado” en 2017 pedía una sola agenda, la de la gobernabilidad, entendida como el resultado de la elección de medio término, mientras miraba de costado el deterioro de los fundamentos.
Coyuntura
Hoy nos toca la segunda parte de la afirmación del inicio. La libre movilidad de capitales que el año pasado nos favorecía, hoy nos juega en contra y la capacidad de intervención del BCRA en el mercado cambiario quedó muy limitada en el acuerdo con el FMI, luego de haber “entregado” casi 14.000 millones de dólares de las reservas desde que arrancó la corrida contra el peso.
Si bien la toma de ganancias se da en países emergentes en general, la Argentina por lejos es la más afectada. El deterioro de los fundamentos que en 2017 no importaba, de golpe empezó a escandalizar en un contexto en el que los niveles de deuda ya no son tan bajos (los del Tesoro y los del BCRA) y el país no tiene un mercado de capitales local.
Y si bien con el dólar a 29 pesos la foto de la competitividad está mejor (es casi 65 por ciento más alto que el de fines de la convertibilidad en términos reales), y mejoró el balance del BCRA (por la licuación de las Lebac), falta la película, en términos de inflación, pero sobre todo respecto a en qué nivel estabilizará el equilibrio dólar-tasa de interés, en un mundo donde la divisa estadounidense se aprecia, Brasil dejó de ayudar y nuestros términos del intercambio se deterioran (la soja vale 320 dólares por tonelada y el petróleo, 73 dólares por barril.)
La suba del dólar, ciertamente, ayuda a acomodar el desequilibrio externo (no así el fiscal, comprometido en el acuerdo con el FMI), vía un desplome en el consumo y las importaciones, y en menor medida, con un reacomodamiento de la rentabilidad de los sectores exportadores.
Todavía hay pocos datos, pero la combinación de la corrección cambiaria con la suba en el costo del crédito local, está generando un enorme desarme de stocks que modera decisiones de precios frente al salto en los costos (muchos indexados al tipo de cambio).
A la vez, paraliza líneas de producción, frena despachos de importación y además, en un contexto de tasas de interés muy altas –no para tratar de encajar la inflación en una meta muy restrictiva, sino para frenar la fuga de capitales–, afecta la cadena de pagos.
La restricción de liquidez es la receta que el BCRA está usando para intentar poner un freno a la corrida, pero pretender moderar los efectos de esta restricción con políticas crediticias dirigidas, vuelve a generar un problema de coordinación de la política.
Como dijimos al principio, con salida de capitales, el margen de maniobra de la política económica se acota, al mismo tiempo el deterioro de la economía agrava la salida de capitales en un contexto en el que el “mercado” empieza a exigir dos agendas contradictorias, la del ajuste y la de la gobernabilidad.
La apuesta del Gobierno es a que la caída haga piso en el último trimestre del año y vuelva el zigzag de cara a 2019. Además de una buena cosecha, va a hacer falta un cambio en las condiciones globales. Dependemos de la suerte.