Es inestable que el mercado coordine la distribución del ingreso

Al arranque de la gestión actual de Cambiemos el objetivo de la política económica era claro. Después de años de populismo había que devolverles rentabilidad a los sectores exportadores, de servicios públicos y energéticos como condición necesaria para reestablecer el crecimiento en una economía que estaba estancada desde 2012. Y que tenía además una tasa de inversión muy baja e ineficiente y un nivel de consumo muy alto, algo que determinaba sendos déficit gemelos (fiscal y externo) administrados desde fines de 2011 con “el cepo”.

La contracara de esta agenda era una caída en los salarios reales y en los márgenes de las empresas que venden al mercado interno. La agenda gradual se imponía a una agenda de shock para un Gobierno sin mayorías en el Congreso y frente a una situación de partida de baja deuda en el mercado en un mundo donde abundaba el financiamiento.

Pero también es cierto que el ajuste gradual requería consistencia, no solo en la dirección sino también entre las medidas. Consistencia entre la política energética, fiscal y monetaria que no estuvo desde el arranque y que en definitiva agravó los problemas al dolarizar los contratos energéticos, al aumentar el gasto previsional -ya indexado por ley- y al llevar los pasivos remunerados del BCRA a más del 11% del PIB. Y esto por forzar una meta de inflación no consistente con el gradualismo fiscal ni tampoco con el esquema tarifario.

El corte al financiamiento externo a principios de 2018 se dio sobre una economía mucho más expuesta y con un déficit externo de 5% del PIB que duplicaba al de partida.

Sin controles de capitales (se removieron todos, incluyendo la obligatoriedad de liquidar exportaciones) se registró más deuda en dólares (incluyendo las LETE muy cortas que hoy se renuevan parcialmente contra pesos como un mecanismo de dolarización mientras se pagan con dólares), con muchos pasivos remunerados del BCRA (bajaron de 11% del PIB a 5% con la licuación y la dolarización), y con una pérdida de reservas que ya acumula US$24.000 millones desde que arrancó la corrida el 24 de abril pasado (US$14.000 antes del ingreso de los dólares del FMI y US$10.000 desde entonces).

Así, la posibilidad de seguir devaluando en forma gradual financiando la fuga de capitales con dólares prestados llegó a un límite inestable que aceleró las preguntas sobre el programa financiero. El intento de llevar certeza al mercado anunciando en forma poco prolija la anticipación de los desembolsos del FMI, terminó agudizando el salto del dólar el jueves pasado.

Al mismo tiempo, se aceleró en la dirección correcta, pero en forma agresiva y peligrosa, la redistribución del ingreso hacia los sectores exportadores en detrimento de los que venden al mercado doméstico y los asalariados.

Es muy disruptivo que en democracia sea “el mercado” el que defina la distribución del ingreso. En 2015 las retenciones eran inviables, hoy con el dólar a $38, consistente con un tipo de cambio real que duplica al de fines de la convertibilidad, son inevitables (y no solo al agro). Aseguran que el ajuste, además de externo, sea fiscal con un fisco “apropiándose” de parte de un salto cambiario no controlado, sin sobrerreaccionar sobre los sectores afectados por este último.

Pero además moderan el traslado a precios de la devaluación. El esquema requiere otros acuerdos que acoten la dolarización de los contratos firmados en servicios públicos y energía por el Gobierno, apuntando a un equilibrio difícil entre viabilidad política, cierre fiscal y señal a la inversión.

Si el miedo es la vuelta al populismo, luce correcto y sería bueno que este esquema sea apoyado para evitar forzar el péndulo para el otro lado a fin de limitar el riesgo de que este vuelva con más fuerza después.

Sobre todo cuando al mercado, además de la corrección fiscal y del sector externo, le preocupa la “gobernabilidad”.