Cabe preguntarse si conviene empezar a barajar un plan de estabilización que distribuya los beneficios y costos de un salto en el tipo de cambio no controlado.
Los números del estimador mensual de la actividad económica (Emae), que es un proxy de la dinámica agregada de la economía elaborado por el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), mostraron una caída interanual de 6,7 por ciento en junio, la mitad explicada por la sequía y la otra mitad concentrada en las bajas de la industria y del comercio.
Y si bien el impacto estadístico de la sequía se modera a partir de julio, y se debería dar vuelta hacia fin de año con el salto esperable en la cosecha de trigo, lo cierto es que no se vislumbra un freno en la caída de la actividad.
Sacando de la estadística la sequía, los datos del tercer trimestre apuntan a una caída adicional respecto del segundo (julio fue tan malo como junio y mucho peor que abril, dado que recién el 24 de ese mes se inició la corrida), y la apuesta a que el derrape se estabilice en el cuarto trimestre va a depender sobre todo de la capacidad para estabilizar la escalada financiera.
Por lo pronto, los datos del segundo trimestre borraron en forma completa el arrastre estadístico positivo que habían dejado los números de los primeros tres meses del año.
Aun haciendo piso la economía en el cuarto trimestre, 2018 va a terminar mostrando una caída promedio de entre uno y 1,5 por ciento, y un retroceso acumulado respecto del primer trimestre en torno al cinco o seis por ciento, lo que deja un arrastre estadístico negativo superior a 1,5 por ciento para 2019.
Es decir que, si a lo largo del año que viene, la economía se mantiene en los niveles del cuarto trimestre de 2018, el producto interno bruto (PIB) caería en promedio 1,5 por ciento.
De momento, la escalada financiera no terminó. La semana pasada culminó con una suba del tipo de cambio de más de un peso frente al cierre de siete días atrás (30,9 pesos el mayorista), con un Banco Central que dejó de vender reservas e interviene fuerte en el mercado de futuros.
La combinación del ruido que vino de afuera (hace dos semanas Turquía y, en la última, la incertidumbre política en Brasil), con la esotérica saga en torno a los cuadernos Gloria y sus réplicas en la política y en la decisión del Gobierno de acelerar el desarme de Lebac que no están en manos de los bancos, terminó por dinamitar la pax cambiaria que rigió entre la primera semana de julio y la primera de agosto, con un dólar en torno a 27,5 pesos a fuerza de sostener una tasa de interés de entre 45 y 50 por ciento y con una pérdida de reservas equivalente al 60 por ciento de los dólares que ingresaron en el primer desembolso del Fondo Monetario Internacional (FMI).
Con estos niveles de tasas, la economía no puede operar y la recesión se profundiza a costa de sostener un tipo de cambio que, si bien en la foto devuelve competitividad a los sectores exportadores, no logra encontrar su equilibrio financiero en un contexto en el que siguen saliendo capitales y las preguntas sobre la cobertura de las necesidades de financiamiento del fisco se sostienen, aun cuando estas son acotadas.
Es que ningún país puede refinanciar los vencimientos de capital sin “rollarlos”, y esta es la cuenta que están haciendo los mercados.
Los dólares del FMI que iban al Tesoro se vendieron para frenar la presión cambiaria, los desembolsos remanentes no alcanzan y el mercado de crédito continúa cerrado con un riesgo país que vuelve a los 700 puntos, el doble que en octubre de 2017, después del resultado de la elección de medio término.
El refinanciamiento de las Letes en dólares mejoró en la licitación del miércoles pasado, pero los plazos se estiraron hasta marzo del próximo año, por lo que abultan los vencimientos de 2019.
Al deterioro en el nivel de actividad provocado por condiciones financieras adversas se le suma una inflación que, si bien muestra un bajo traslado a precios de la devaluación (a raíz de la recesión), acumula 24 por ciento en lo que va del año (en el cálculo se toma en cuenta nuestra estimación de la inflación de agosto, que supera el tres por ciento) y una caída significativa en la capacidad de compra de los salarios, con paritarias que se cerraron entre 15 y 20 por ciento y que todavía, en su mayoría, esperan reapertura.
A la señal a desarmar stocks de las compañías para amortiguar los costos financieros resultantes de la estrategia cambiaria del Gobierno se suma una fuerte caída en los ingresos reales que, combinada con el corte del crédito, deprime los niveles de consumo de la economía.
Cuarto trimestre
La expectativa de que la economía haga piso en el cuarto trimestre y se vuelva al zigzag en 2019 todavía no es evidente.
Si bien es esperable una mejora en la cosecha tras la sequía de este año, no hay a la vista otros drivers del crecimiento, mientras la política fiscal sigue ajustando de la mano de la obra pública y las réplicas de los cuadernos Gloria, junto con el aumento en el riesgo país, complican el avance de las obras con el esquema de participación público privada (PPP), que se esperaba que compensaran el freno de la construcción.
Sin una mejora visible en la actividad económica, es difícil despejar la incertidumbre política a medida que nos adentremos en el año electoral, y si esta no se despeja, luce complicado sortear la incertidumbre financiera.
Este círculo vicioso es el que hay que romper. En este sentido, cabe preguntarse si es necesario seguir estirando la “agonía”, esperando que mágicamente el sol vuelva a alumbrar, o si es conveniente empezar a barajar un plan de estabilización que distribuya los beneficios y costos de un salto en el tipo de cambio no controlado y que, en simultáneo, modere su traslado a precios.