El año 2020 terminó con una inflación levemente superior al 35%; es decir, dos terceras partes del 53,8% de 2019. Sin embargo, esta desaceleración entre puntas esconde detrás varias cosas:
- Una inercia que, lejos del 1,5% mensual (20% anualizado) de abril y mayo, ubica a los índices del último trimestre en torno al 3,7% mensual (55% anualizado).
- Un ritmo de devaluación en el tipo de cambio oficial que intenta acompañar a la inflación y que se acercó en los últimos dos meses al 3,4% mensual (50% anualizado).
- Un aumento exponencial de los precios de las commodities, que se aceleró en los últimos dos meses con la euforia generada por la combinación de una enorme liquidez global con la noticia de la vacuna contra el Covid-19. Aumento que, en el caso de los productos agrícolas, está además influenciado por el clima. La soja volvió a los US$500 por tonelada, casi US$200 más que un año atrás.
- Una nueva distorsión de precios internos acumulada en el último año, por efecto de precios dolarizados y productos frescos que subieron hasta 90%; tarifas que solo aumentaron 12%; precios controlados por el Covid que lo hicieron al 24%, y precios cuya oferta se vio afectada por la cuarentena con subas menores al 20% y concentradas en los últimos dos meses. Dentro de las tarifas -que, además de gas, electricidad, agua y transporte, incluyen a las prepagas, los alquileres, los servicios de telefonía, cable e internet, los combustibles y los peajes, hay precios que literalmente se mantuvieron sin cambios hasta noviembre, como los de las prepagas, mientras que otros, como los de combustibles, se fueron soltando en los últimos meses y acumularon en el año un incremento mayor al 20%.
- Una brecha cambiaria que, si bien se redujo desde el pico de 130% de octubre (con el dólar marginal acercándose peligrosamente a los $200), se ubica al cierre de esta nota en un 75%, con un Banco Central que empieza a aumentar el uso de reservas para intervenir en su precio, comprando bonos contra dólares y vendiéndolos contra pesos. Bonos con paridades que vuelven a ubicarse en US$35 cada US$100 de valor nominal, con rendimientos de hasta 17% pese al contexto de enorme liquidez global y a que por los flujos de la deuda pos reestructuración es casi imposible un default en los próximos dos años.
Esta dicotomía entre el valor del dólar marginal y el precio de los bonos no puede sostenerse en el tiempo. O bien la combinación de liquidez global con un plan económico enmarcado en un acuerdo con el FMI y acompañamiento de la política permite una suba en los precios de los bonos, que derrumbe la tasa de interés al 10/11% con que arrancaron inmediatamente tras el canje de deuda, o bien la presión sobre la brecha cambiaria se va a acelerar.
Un acuerdo con el FMI que sirva para recomponer los precios de los bonos en dólares va a requerir una combinación de consolidación fiscal mayor a la incluida en el presupuesto 2021, un apretón monetario y un salto cambiario discreto que sostenga y acentúe la compresión de la brecha cambiaria. Y esto debería ocurrir antes de marzo/abril, cuando arranca la salida de la cosecha. Si no se consiguen fondos frescos y se quiere limitar el salto discreto en el dólar oficial por encima del crawling peg en el año electoral, sin reavivar la brecha cambiaria, habrá que sobrerreaccionar con el apretón fiscal y monetario.
El problema puede resumirse en: sobran pesos en la economía, faltan dólares en las reservas, y con los actuales precios de los bonos no hay forma de financiar el agujero fiscal incluido en el presupuesto sin terminar descapitalizando al Banco Central, con el riesgo cierto de que la brecha cambiaria vuelva a escalar.
De alguna forma, luego del blooper del presupuesto aprobado (con un déficit de 8,3% del PBI en 2020 y de 4,5% en 2021), el Gobierno ya empezó a recoger el barrilete y a desactivar el gasto Covid (mucho antes de lo que se está haciendo en el mundo y cuando el riesgo de una segunda ola parece inminente). No se pagó un cuarto IFE, el gasto de ATP en noviembre fue un tercio del de mayo ($12.000 millones) y en diciembre se desactivó. A esto se suma una normalización de los recursos en la medida en que se fue abriendo la economía. De hecho, en noviembre el déficit fiscal se ubicó en $59.000 millones (0,2% del PIB) y el desequilibrio de 2020 habría cerrado en torno a 6,5% del PBI. Con ese punto de partida y con supuestos no demasiado heroicos, el déficit fiscal de este año podría rondar el 3% del PBI.
La consolidación fiscal requiere un manejo de la política de precios, salarios y empleo que no cargue todas las tintas sobre las empresas. Y esto va a contramano de la lógica electoral, por la cual el Gobierno pretende mantener la prohibición de despidos y que el salario le gane a la inflación, usando como semianclas al dólar, las tarifas y los precios controlados. Exactamente al revés de lo que va a requerir un acuerdo con el FMI que sirva para estabilizar y que no solo postergue la concentración de vencimientos a fines de 2021 y en 2022/2023.
La normalización de la actividad en la pospandemia tiene un impacto sobre la dinámica de los subsidios, por el mayor uso de servicios (en el caso del transporte) y por una mejora en la cobrabilidad, suponiendo que el Gobierno elimina la imposibilidad de corte del servicio por falta de pago. Pero no es consistente con los aumentos de 9% en las facturas que se pretenden. La tarifa eléctrica es la mitad del costo de generación y el precio del gas incluido en el Plan Gas es US$1/1,5 más alto que el que estaba pagando la demanda hoy. Si el aumento del dólar presiona los costos en pesos y la demanda no lo paga, la cuenta en pesos de subsidios crece más que proporcionalmente.
Cerrar los registros de exportación, y/o seguir postergando aumentos en bienes y/o servicios cuando los costos siguen al dólar, los precios y los salarios, es algo que tiene patas cortas. Con una nominalidad al 50%, ningún precio puede usarse como ancla. Eventualmente, los sectores con espacio para comprimir márgenes son los de productores de bienes que se vieron fuertemente favorecidos este año por el cierre de la economía y por el desvío del presupuesto familiar frente, pero esto requiere una decisión política que no está a la vista; fundamentalmente, requiere que la brecha cambiaria se comprima y que no haga falta cerrar más el cepo.
Precios relativos: la historia
Entre 2006 (cuando el salario real ya había recuperado toda la caída desde 2001) y 2015, el kirchnerismo multiplicó por nueve veces los salarios y jubilaciones, por tres las tarifas, y por cuatro y medio el tipo de cambio. Mientras tanto, la tasa de interés fue la mitad de la inflación y se ubicó apenas por debajo del salto del dólar. Como resultado de este set de precios relativos, el salario y las jubilaciones subieron en términos reales 50%, permitiendo la construcción de un enorme caudal político. Pero esta dinámica sin un acompañamiento de la productividad de la economía generó que el salario dejara de ser percibido como un dinamizador de la demanda por parte de las empresas y que empezara a impactar sobre los costos y la competitividad, lo cual derivó en un cierre cada vez mayor de la economía, agudizó la distorsión de precios relativos y transformó los superávit gemelos heredados en déficit. A fines de 2015 la economía tenía precios de las tarifas ridículamente bajos y precios de los bienes ridículamente caros, se había destruido el stock de energía, sojizado la economía y estancado el empleo privado.
El gobierno de Mauricio Macri intentó corregir esta distorsión sin abrir la economía y con un esquema fiscal y monetario inconsistente, que derivó en la crisis cambiaria que arrancó a principios de 2018 y que consumió casi US$70.000 millones al cambio de gobierno. En su gestión aumentó salarios y jubilaciones cuatro veces y pico; las tarifas, nueve y medio y el dólar oficial, siete. Como contracara de este set de precios la inflación se multiplicó por cinco y el salario real cayó 20%. Respecto de 2006 (y de 2001), el salario real acumulaba una suba de 15% y las tarifas en dólares, 6%. Por las malas, el ajuste en la distribución del ingreso se había producido y el tipo de cambio volvía a ser competitivo.
Durante la gestión actual, pandemia incluida, los salarios y jubilaciones subieron casi en línea con la inflación y el dólar, mientras que las tarifas y otros precios de bienes y servicios volvieron a ser usados como ancla. Con una nominalidad al 50% en el margen, la capacidad para usar como ancla precios que empiezan a retrasarse frente a costos que siguieron de largo, tiene patas cortas.
El equilibrio es muy finito y el mundo y el FMI le brindan una nueva oportunidad a la gestión. El riesgo de sequía y de rebrote juegan en contra. Aun si el esquema de estabilización en el marco de un acuerdo con el FMI funciona, difícilmente la inflación termine debajo de la inercia del 50% que deja 2020. Pero, a la vez, escalan los riesgos de que un cambio en el régimen inflacionario aborten el rebote y generen desabastecimiento, si se abusa de las anclas para contener los precios y no se avanza en un programa fiscal/financiero/monetario que evite una mayor descapitalización del Banco Central.