El contundente giro al FMI después de la carta de Cristina Kirchner alertando sobre los riesgos del bimonetarismo, mientras la brecha cambiaria llegaba al 130% en octubre pasado, entró en un impasse. Una vez que las aguas se calmaron y la brecha cambiaria volvió a la zona del 70% (CCL en $153), la prioridad vuelve a ser la próxima elección.
Primero la misiva de los senadores en diciembre condicionando el acuerdo con el Fondo Monetario y pidiendo fundamentalmente el refinanciamiento de los vencimientos de la deuda “contraída por Macri para financiar su reelección”.
Más tarde, el contundente mensaje de la Vicepresidenta alertando que en el año electoral el salario le tiene que ganar a la inflación, y para que eso ocurra, otros precios rezagados incluyendo las tarifas tienen que esperar. No importa si el año pasado subieron 0% con una inflación del 36% y precios dolarizados que acompañaron el salto en la brecha cambiaria con subas del 100%.
En la última semana, el anuncio bien “populista” acompañado por la oposición de reducir el alcance del impuesto a las ganancias a los trabajadores. La lógica es que sólo lo paguen el 10% de los asalariados formales; por lo que, sin incluir el aumento en la paritaria 2021, quedarían afuera del impuesto 1,2 millones de trabajadores con un costo fiscal anunciado de $40.000 millones. Costo que luce muy bajo dada la magnitud del anuncio aún con el freno en la rebaja impositiva a las empresas que había quedado pendiente de la reforma tributaria de Macri.
Ayer, el ministro de Economía anunciando una “tablita” consistente con un dólar de $102 a fin de año y un ritmo promedio de devaluación de sólo el 1,3% mensual en un intento de frenar las expectativas de inflación. Expectativas coordinadas por la escalada en la brecha cambiaria de septiembre/octubre, el intento de mantener la competitividad del dólar oficial devaluando con la inflación (4% mensual en diciembre y en enero) y la normalización de la economía post-cuarentena. La lógica es que el menor crawling reduzca la inflación y vuelva a tornar positiva la tasa de interés.
No importa si esta estrategia de congelar precios y tarifas (moderar agresivamente el crawling, mantener tasas de interés negativas y bajar los ingresos del Estado) complica la consolidación fiscal que estaban empezando a mostrar y requiere un acuerdo con el FMI. Ni si tiene consecuencias monetarias en el manejo del programa financiero, ni mucho menos las distorsiones en el funcionamiento de la economía que se puedan generar.
No pareciera haber una lógica económica detrás, la lógica es política. La pregunta es si como en el pasado, la lógica política es funcional a las elecciones o se convierte en un boomerang que termina afectando el resultado producto de las inconsistencias recreadas.
Hasta ahora nosotros manejábamos dos escenarios para 2021.
Uno con plan de estabilización y acuerdo con el FMI que permitía recomponer los precios de los bonos y reducir la brecha cambiaria en el marco de un programa fiscal, monetario y cambiario consistente. Esquema que permitía apuntalar el rebote de la economía y un salto en la tasa de inflación que permitiera licuar el overhang de pesos recomponer parte del atraso de precios rezagados durante la pandemia. Escenario al que parecía habían girado en octubre pasado cuando el salto en la brecha cambiaria los asustó.
El otro, inestable, donde el intento de maximizar el corto plazo, postergando el acuerdo con el FMI y/o avanzando en uno que sólo refinancie los vencimientos, manteniendo un déficit en torno al 4,5% presupuestado, con la inconsistencia monetaria resultante del esquema de financiamiento, e intentando usar como semi ancla el dólar y las tarifas para intentar mejorar los salarios reales terminaba coordinando un salto en la brecha cambiaria y un nuevo cambio de régimen inflacionario.
El primer escenario hay que tacharlo. Claramente el Gobierno prioriza la próxima elección. Pero también sabe que si pifia en el intento de maximizar el corto plazo el riesgo de inestabilidad financiera está presente. De ahí el zigzag en las decisiones que va tomando una coalición de gobierno diversa, cuya prioridad es que no se rompa y lleguen juntos a la elección.
La principal válvula de escape de las inconsistencias, es la brecha cambiaria.
De momento, ésta está desacoplada de los precios de los bonos en dólares, que lejos de haber incorporado el resultado de un canje sin holdouts en un mundo hiperlíquido, siguen en valores cercanos a los de recupero (entre u$s 35 y u$s 40 cada 100 de valor nominal) aún cuando el riego de default sin vencimientos a la vista es mínimo hasta 2024. En alguna medida, la intervención vía cambios regulatorios en la operatoria del contado con liquidación sumados a la intervención directa vía venta de reservas en ese mercado permite en la transición mantener este desacople.
Si el BCRA puede comprar dólares en el MULC sin pisar de más las importaciones y sin generarse una disrupción financiera por el intento forzado de refinanciar la deuda de provincias y empresas, tiene algún margen para seguir interviniendo de esta forma en la brecha. Haber llegado hasta mediados de febrero los envalentona pensando en que abril y hasta julio están los dólares de la cosecha.
En cualquier caso, el esquema es en exceso cortoplacista y aún si llega, va a requerir un cambio después de octubre. A diferencia del cepo anterior, donde el “estabilizador” eran los dólares en las reservas, esta vez dependemos de los dólares del “flujo” para que no se desestabilice. Y los dólares del flujo dependen de la suerte (el precio de la soja o que el FMI emita finalmente Degs), del riesgo de inconsistencia nominal que puedan generar entre el manejo del dólar y la tasa y fundamentalmente de que no se coordine un conflicto que postergue la salida de la cosecha. De ahí que la amenaza de más retenciones al campo para que limiten la suba en los precios de los alimentos, duren apenas un fin de semana.
El escenario puede llamarse zigzag, manejando en el barro o cortando clavos, como guste. Lo que queda claro es que cuanto mayores los grados de libertad para avanzar en un esquema de estabilización, mayor el incentivo de la política a seguir forzando el corto plazo. Frente a este esquema de decisiones, lo único estable en la Argentina es la decadencia.