Por Marina Dal Poggetto y Alejandro Katz
En el año 2002 el gobierno nacional comenzó a subsidiar el transporte público de pasajeros,
especialmente en la zona metropolitana de Buenos Aires. En lugar de otorgarlos a la
población necesitada, los subsidios fueron universales. El extraordinario incremento que
tuvieron (en 2015 significaban casi el 1% del PIB) magnificó una serie de consecuencias
perversas, ya que fueron territorialmente inequitativos, económicamente ineficientes y
socialmente injustos. Si subsidiar a la oferta –a las empresas– y no a la demanda –a los
usuarios que los precisaban– era de por sí sumamente defectuoso, el diseño imaginado e
implementado por el gobierno de entonces agregó, a las distorsiones señaladas, la
particularidad de que los recursos transferidos por el Estado se calculaban en función de los
kilómetros recorridos por cada vehículo y no de los pasajeros transportados ni de cuántos
entre ellos no hubieran podido pagar la tarifa completa. (Aunque en 2011, después de diez
años de establecidos, se empezaron a pagar por pasajero transportado, tanto la magnitud
como la discriminación territorial se mantuvieron intactos.)
A primera vista, el sistema beneficiaba a cuatro actores, todos ellos comprometidos con la
continuidad de ese diseño perverso: los empresarios; los sindicalistas y los trabajadores; los
pasajeros; y los funcionarios políticos del Estado, que cimentaban una base electoral y,
seguramente, también obtenían retornos.
Pero, en realidad, son muchos más los jugadores que toman ventajas: los proveedores de
gasoil y de neumáticos, los fabricantes de carrocerías, los de motores, los mecánicos, los
proveedores de aceites y de repuestos. También, quienes no tienen que incluir en el salario
de sus empleadas domésticas el costo del transporte desde el conurbano hasta la ciudad de
Buenos Aires y los empresarios que no tienen que pagarlo a sus trabajadores.
¿Un invento argentino?
Sea que se compare con los promedios internacionales, con los de América Latina o con los
de los países de ingresos medios, el desempeño de la economía argentina ha sido
notablemente defectuoso durante el último medio siglo. En efecto, desde principios de los
años 70 la imposibilidad de establecer un patrón de desarrollo y sostenerlo a lo largo del
tiempo ha provocado crisis recurrentes, un crecimiento del producto bruto por debajo del de
países comparables y un incremento de la pobreza y la indigencia que, junto con el
deterioro masivo de los bienes públicos –salud, educación, seguridad, justicia– se ha
convertido en la marca característica de nuestro país. Si, después de 36 años, se volvió a
hablar de la Argentina por su desempeño futbolístico, el resto del tiempo lo destacable fue
su pésima performance económica y su capacidad de producir daño social.
Muchas explicaciones se han intentado para dar cuenta de lo que unánimemente se
considera un fracaso colectivo y que ha hecho que el nuestro sea un país, en las palabras
que Carlos Nino utilizó ya en 1992, “en pronunciadas vías de subdesarrollo”. Pero más allá
de las causas que pusieron en marcha esta dinámica de deterioro, una vez que ella se
convierte en el modo de ser de la economía es la dinámica misma la que determina la
conducta de los actores, dando forma a innumerables arreglos que, como “el colectivo
argentino”, consisten en la búsqueda de la ventaja particular –individual o sectorial– de corto
plazo, a expensas del deterioro del futuro. Se construye así un equilibrio entre jugadores
que depredan el ecosistema en el que viven y del que viven.
El “colectivo” no es sin embargo un invento argentino. En un ensayo publicado a finales de
la década de 1960, Garret Hardin denominó “la tragedia de los bienes comunes” a la
situación en la cual el interés individual prevalece sobre el interés de la comunidad y
provoca un colapso de los recursos. Hardin utiliza el ejemplo de las tierras comunes en las
que cada habitante de un pueblo puede llevar a pastar a un número determinado de
animales. Sin embargo, los pastores notan que siempre queda una porción de pasto no
consumido, por lo que, primero unos y luego otros, comienzan a llevar más ganado.
Naturalmente, en algún momento el terreno de pastoreo no puede satisfacer la carga que se
le impone, de modo que los animales perecen como consecuencia del agotamiento del
recurso, y toda la comunidad se perjudica por no haber sabido cooperar. Esa descripción
del modo en que una población actúa guiada por el interés de corto plazo en ausencia de
incentivos e instituciones que estimulen la cooperación es útil para analizar el modo de
funcionamiento de la sociedad argentina. En efecto, las “tierras comunes” del ejemplo de
Hardin son, entre nosotros, los bienes administrados por el Estado. “El deporte nacional
–escribió Miguel Bein– es sacarle todos los pesos al Estado y todos los dólares al Banco
Central”. Un deporte, como cualquier otro, que algunos practican con más éxito, y que
termina arrojando a muchos a la pobreza. Eso es lo que ocurre con los subsidios al
transporte, pero también con las prebendas otorgadas a las empresas instaladas en Tierra
del Fuego, con los regímenes previsionales especiales, las exenciones del pago de
impuesto a las ganancias a los funcionarios y empleados del Poder Judicial, la mayoría de
las concesiones otorgadas por el Estado nacional y por los provinciales y municipales, las
ventajas sectoriales o regionales entregadas en las promociones industriales o
agropecuarias, los beneficios fiscales otorgados a sectores de la economía o a empresas
particulares, con la protección de mercados a través de regulaciones que excluyen a la
competencia externa o interna, o los subsidios a la energía, a la vez extremadamente
inequitativos y generadores de monumentales externalidades negativas… Una inmensa
cantidad de actividades que funcionan con la misma lógica del “colectivo argentino”.
Racionales
Tomados individualmente, los actores implicados en la sobreexplotación de los recursos
comunes actúan racionalmente. Como en el caso del sobrepastoreo, todos tienen una
“buena razón”. Por una parte, porque el intento de maximizar la propia utilidad es el
comportamiento a priori de cualquier individuo; pero, por otra parte, porque a ese rasgo
universal de la conducta se suma entre nosotros la evidencia de que desde hace medio
siglo todo futuro ha resultado peor que su pasado y, por tanto, la mejor respuesta, la más
racional, consiste en explotar impiadosamente el presente.
Nuestro país ha resuelto del peor modo el clásico dilema entre eficiencia y equidad, según
el cual los acuerdos destinados a alcanzar mayor eficiencia (es decir, a maximizar el
producto total elaborado con los recursos disponibles) pueden entrar en tensión con los
acuerdos destinados a lograr niveles menores de desigualdad entre los ingresos, los
patrimonios o las oportunidades de las personas. La solución argentina consiste en
deteriorar simultáneamente la eficiencia y la equidad. Hemos sabido hacer una sociedad
que es progresivamente menos productiva y menos justa. Si la polarización política parece
estructurarse sobre una falsa antinomia entre el predominio del Estado y el del mercado, lo
cierto es que ambos, el Estado y el mercado, han fracasado para introducir justicia y para
producir prosperidad, fundamentalmente porque no conseguimos coordinar la acción
colectiva de un modo cooperativo.
El tránsito de los comportamientos extractivos y rentísticos hacia la cooperación es
posiblemente el desafío más complejo que enfrentan las sociedades, dado que muchas
veces la racionalidad individual conduce a resultados colectivos irracionales.
Ese tránsito se realiza por medio de instituciones, la más importante de las cuales es el
conjunto de normas diseñadas por una comunidad política. Ellas establecen cómo se debe
actuar y determinan el tipo de sanción que sufrirá quien las infringe, y coordinan de ese
modo a la sociedad minimizando el éxito de los polizones, de los free riders o de los
desertores.
En su ensayo clásico sobre la anomia argentina, Carlos Nino acuñó el concepto de “anomia
boba” para indicar un sistema en el que una acción colectiva provoca un resultado “menos
eficiente que cualquier otro que se podría dar en la misma situación colectiva en la que se
observara una cierta norma”, o bien un resultado más pobre en términos de justicia. La
norma es la solución más sofisticada entre las que se han diseñado para resolver los
dilemas de acción colectiva. (Debe señalarse, aunque el tema excede el presente trabajo,
que para que la cooperación funcione debe realizarse en un entorno en el que la
información circule lo más transparentemente posible. Para buena parte de las
interacciones sociales que exigen cooperación, el sistema de precios es la fuente más
confiable de información, aunque en ciertas situaciones necesite regulaciones y
correcciones públicas. La inflación crónica, junto con intervenciones estatales
disfuncionales, distorsionan ese sistema facilitando la tarea de quienes se benefician en
situaciones de opacidad informacional.)
En su ensayo clásico sobre la anomia argentina, Carlos Nino acuñó el concepto de “anomia
boba” para indicar un sistema en el que una acción colectiva provoca un resultado “menos
eficiente que cualquier otro que se podría dar en la misma situación colectiva en la que se
observara una cierta norma”, o bien un resultado más pobre en términos de justicia. La
norma es la solución más sofisticada entre las que se han diseñado para resolver los
dilemas de acción colectiva. (Debe señalarse, aunque el tema excede el presente trabajo,
que para que la cooperación funcione debe realizarse en un entorno en el que la
información circule lo más transparentemente posible. Para buena parte de las
interacciones sociales que exigen cooperación, el sistema de precios es la fuente más
confiable de información, aunque en ciertas situaciones necesite regulaciones y
correcciones públicas. La inflación crónica, junto con intervenciones estatales
disfuncionales, distorsionan ese sistema facilitando la tarea de quienes se benefician en
situaciones de opacidad informacional.)
En su ensayo clásico sobre la anomia argentina, Carlos Nino acuñó el concepto de “anomia
boba” para indicar un sistema en el que una acción colectiva provoca un resultado “menos
eficiente que cualquier otro que se podría dar en la misma situación colectiva en la que se
observara una cierta norma”, o bien un resultado más pobre en términos de justicia. La
norma es la solución más sofisticada entre las que se han diseñado para resolver los
dilemas de acción colectiva. (Debe señalarse, aunque el tema excede el presente trabajo,
que para que la cooperación funcione debe realizarse en un entorno en el que la
información circule lo más transparentemente posible. Para buena parte de las
interacciones sociales que exigen cooperación, el sistema de precios es la fuente más
confiable de información, aunque en ciertas situaciones necesite regulaciones y
correcciones públicas. La inflación crónica, junto con intervenciones estatales
disfuncionales, distorsionan ese sistema facilitando la tarea de quienes se benefician en
situaciones de opacidad informacional.)
Sin embargo, a pesar del desorden generalizado y de la extendida conducta de transgresión
de las normas en búsqueda de beneficios de corto plazo, la nuestra no es una sociedad
anárquica. Como en el “caso del colectivo”, ha desarrollado una serie de dispositivos que
permiten la regularidad de la cooperación entre buscadores de rentas, extractivistas y
depredadores. Se formulan acuerdos, se respetan y se les da continuidad en el tiempo, con
el objetivo de garantizar la capacidad de determinados grupos para explotar los recursos
comunes en beneficio propio. Y, como lo explica tanto la biología evolutiva como la teoría de
juegos, los actores se observan unos a otros, y aquellos con desempeños pobres tienden a
imitar las estrategias de aquellos a quienes les va mejor. Cuando a lo largo del tiempo la
estrategia más efectiva consiste en especializarse en obtener recursos públicos o en
explotar a los más débiles, todos orientan su energía en esa dirección.
El efecto agregado de esa sumatoria de acciones sectoriales es la devastación de lo común,
los campos de pastoreo de Hardin o, entre nosotros, los bienes comunes y las capacidades
estatales. Quienes pueden hacen exit: abandonan la escuela y la salud pública, contratan
seguridad privada y van desistiendo progresivamente del pago de impuestos. El proceso de
desdesarrollo se acelera y se vuelve cada vez más difícil de revertir. Las crisis que coordina
cíclicamente este esquema extractivista generan transferencias de ingresos y nuevos saltos
en los niveles de pobreza.
¿Y entonces?
Detener el largo ciclo de deterioro exige que la política coordine la acción colectiva
estableciendo la cooperación como forma predominante de las interacciones entre los
agentes. Para ello, es necesario un liderazgo con una renovada imaginación política y una
firme capacidad de terminar con la anomia. Así como el proceso conducido por Raúl
Alfonsín significó que nuestro país ascendiera un peldaño en la escalera de la civilización,
dejando atrás la violencia política como recurso para la resolución de los conflictos –y es de
allí, no de otros aspectos de su gestión, de donde proviene el reconocimiento de la
sociedad–, solo será posible cambiar el rumbo si hay una dirigencia dispuesta a ascender
otro escalón: el del respeto por la norma y la sanción de los desertores, explotadores,
polizones y free riders para cambiar un juego de suma negativa y búsqueda de cuasi rentas
por uno de cooperación.
Sin embargo, las coaliciones que dominan la escena política parecen poco dispuestas a
llevar adelante la tarea. Una, estatalista, intervencionista, desconfía del mercado y de los
agentes económicos y siente repugnancia por todo arreglo institucional no dirigido por el
Estado. La otra desprecia toda regulación pública, y confía exclusivamente en el mercado y
en los precios como mecanismos de coordinación de las interacciones sociales.
Ambas están condenadas a fracasar, no solamente porque son maximalistas sino porque,
para serlo, deben negar cualquier legitimidad a sus adversarios, restar todo valor a las ideas
y a los intereses ajenos. No hay, de ese modo, cooperación posible, ni reforma que pueda
sostenerse en el tiempo. Las reformas no deben hacerse contra el otro sino con el otro, y
deben comenzar afectando los intereses propios para generar confianza.
Ante la falta de alternativas de reforma, el futuro inmediato parece quedar una vez más en
manos de una alianza que hace mucho resulta ganadora: una coalición conservadora no
formalizada políticamente, transversal a todos los partidos y a todos los sectores
económicos y sociales, integrada por quienes se han especializado en maximizar las cuasi
rentas que generan los desarbitrajes en un país pendular. En ella confluyen muchos de
quienes supuestamente realizan sus proyectos en el mercado y de quienes los realizan en
el Estado, de quienes dicen defender la eficiencia y los que aseguran buscar la igualdad.
Sus integrantes tienen capacidad de presión y de incidencia tanto sobre los poderes
públicos como en la opinión, y están entrenados para la búsqueda de formas de cobertura y
para aprovechar las oportunidades que generan las crisis recurrentes. Así, las empresas
que participan del juego se han convertido en maximizadoras de flujos –importa lo que es
posible sacar de ellas, no el valor que tienen–, y el sistema todo se ha convertido en una
inmensa fuente de transferencia de ingresos.
Esta coalición satisface a la vez los intereses de las grandes corporaciones que reciben
subsidios o que actúan en mercados cerrados; de las empresas protegidas de la
competencia; de muchos proveedores del Estado, de sindicatos que “cuidan” a los
trabajadores a expensas de los consumidores o del fisco; de los gobiernos subnacionales
menos comprometidos con el desarrollo y la inclusión que con su propia reproducción… Un
conjunto inmenso y diverso de actores a los que el Estado transfiere recursos o garantiza
ingresos, y que se han especializado en la defensa corporativa de intereses sectoriales
ejerciendo su capacidad para bloquear cualquier reforma que afecte esos intereses, en un
proceso sistemático de administración del deterioro.
Sin esa renovada imaginación política que proponga un futuro distinto, sin liderazgos que
transmitan la convicción de que la cooperación puede producir mejores resultados para
todos, y sin la capacidad de imponer el respeto de las normas cuya observancia, como
escribió Carlos Nino, es un factor determinante “de la evolución económica y social de una
comunidad” nuestro destino seguirá siendo siempre peor que nuestro presente. Tristemente,
nada anima a suponer que esa imaginación, ese liderazgo y esa exigencia de legalidad
tengan una coalición dispuesta a sustentarlos.
Los autores agradecen las valiosas observaciones de Sebastián Katz
La Nación 29-01-2023