En cuatro décadas, casi la única política de Estado fue la creación de nuevos pobres, al tiempo que el país pasó por dos crisis terminales; ahora, se asoma a una tercera
Este año se cumplen 40 años de democracia. Con sus matices, la alternancia a través del voto, la división de poderes, la no proscripción y la libertad de opinión fueron la norma. El péndulo cívico militar que caracterizó el funcionamiento del país desde el golpe de Estado de 1930 fue erradicado a partir de 1983.
Pero el orden institucional conseguido convivió con una tendencia muy mediocre de la economía, sobre la que se monta un ciclo extraordinariamente pronunciado de ilusión y desencanto (Gerchunoff y Llach). Sacando la tragedia de Venezuela, la economía argentina es la que menos creció en una región que creció poco desde 1980. Pero a diferencia de otros países, que aprovecharon el escenario de dólar débil y precios altos de las commodities en la primera década de este siglo para terminar de construir sus monedas y sistemas financieros que intermedien el ahorro a la inversión, la Argentina volvió a recrear en los últimos veinte años una tasa de inflación que supera hoy los tres dígitos.
El “con la democracia no solo se vota, sino también se come, se cura y se educa” que proyectó Alfonsín en su discurso ante el Congreso en el arranque de su gestión no se cumplió. Casi que la única política de Estado en estos años fue la creación de nuevos pobres y una economía cada vez más dual con un “Estado presente” que compensa con transferencias directas la disfuncionalidad creciente de una economía mediocre en términos colectivos.
Contrastes perversos
El deterioro colectivo convivió con oportunidades individuales/sectoriales que han permitido, no uno, sino múltiples procesos de “acumulación originaria”. Estos últimos fueron producto de la transferencia de ingresos coordinada por la inconsistencia de la política distributiva y los diversos esquemas de financiamiento del déficit fiscal adoptados (deuda y/o emisión monetaria) que llevaron a las sucesivas crisis, por el devenir de las propias crisis y por los mecanismos de política utilizados para salir de ellas. Casi que hasta podría decirse que la Argentina tiene un “proceso de acumulación originaria” por gobierno.
“Tenemos un Estado de bienestar trucho que no se financia y una sociedad fragmentada”
A diferencia de otras sociedades, donde el establecimiento del contrato social sin discutir el origen del capital establece las reglas de funcionamiento para el desarrollo, en la Argentina las acusaciones cruzadas sobre el origen de los males terminan dándose en simultáneo con nuevos esquemas de transferencias groseras en un loop infinito que, desde la vuelta a la democracia hasta hoy, acumula dos crisis terminales mientras estamos comprando todos los boletos para una nueva crisis, en una economía que lleva casi cinco años a la deriva desde que se detonó la toma de ganancias a principios de 2018.
En 2023, otra vez una transición, esta vez en una economía “encepada” con un Banco Central cada día más descapitalizado, pone en riesgo el poco ahorro de los argentinos depositado en el sistema financiero, frente a un gobierno dispuesto a todo para postergar la corrección y parte de la oposición apuntando a que esta se produzca durante la gestión actual. En el medio, un candidato con promesas de ajuste indoloro, “porque lo va a pagar la casta”, y de salarios en dólares “como Ecuador” detrás de una dolarización mágica, empieza a conseguir votos de una sociedad hastiada por la crisis permanente, la inflación y la inseguridad, reduciendo en la transición aún más las chances de cooperación que evite una nueva crisis.
En 1989/1990 y más tarde en 2001/2002, las crisis fueron muy costosas en términos colectivos (ruptura de contratos incluida: Plan Bonex en 1989 y corralito en 2001), pero también terminaron convirtiéndose en oportunidades, dada la reacción de la política (tardía, pero reacción al fin) frente a una sociedad que demandaba soluciones rápidas a la hiperinflación en la primera y a la megarrecesión en la segunda.
En 1989/1990 la pauta era Bernardo Neustadt explicando en el horario central por qué frente al Estado corporativo doña Rosa no tenía teléfono, sufría cortes de luz y tenía baja intensidad de gas durante el invierno, mientras pagaba precios de los bienes muy caros en una economía groseramente protegida, y avalando una reforma del Estado sin precedentes en el pasado. Reforma del Estado que derivó en un aumento de la productividad, que no alcanzó para compensar el atraso cambiario, producto del inflexible esquema monetario adoptado en 1991 y las subas de tarifas en dólares, cuando el mundo dejó de acompañar. Sobre todo cuando, al no haberse graduado el país, las condiciones de refinanciación de la deuda, contraída compulsivamente para normalizar el default con bancos de la deuda heredada del gobierno militar y las deudas previsionales y de proveedores de Alfonsín, no terminaron de mejorar. Y fundamentalmente, con una sociedad que no toleró el aumento del desempleo inicial, causado por el salto en la productividad mencionado. Desempleados que no pudieron ser reabsorbidos por una economía que se estancó en 1998, cuando el escenario de dólar fuerte global generó una sucesión de crisis en países emergentes que culminaron en el colapso de la convertibilidad a fines de 2001, justo cuando el FMI le soltó la mano al país. La devaluación de Brasil en 1999 fue el inicio del fin de ese plan.
“Fuimos y vinimos con reformas estructurales que hoy se vuelven a poner sobre la mesa”
En 2001/2002, la clase media reaccionó pateando las puertas de los bancos frente al corralito, que impedía retirar los depósitos que empezaban a licuarse frente al salto cambiario (el dólar pasó de $1 a $4) e inflacionario que siguió a la salida de la convertibilidad (en 2002 la inflación llegó al 40%). El desempleo saltó al 25% de la población activa, la pobreza escaló a más del 50% y el “que se vayan todos” se convirtió en el clamor popular de vastos sectores de la sociedad afectados por el alto desempleo y la licuación de los ingresos. Para cuando se impuso el corralito, ya se habían ido de los bancos más de 23.000 millones de dólares, que salieron de las reservas del BCRA y terminaron por magnificar el salto cambiario posterior.
Oportunidades perdidas
En ambos casos, el ordenamiento de la política (Alfonsín y Menem en 1989 y Alfonsín y Duhalde en 2002), la capacidad para pasar por el Congreso leyes ómnibus que permitieron sentar las bases para la estabilización y la “vista gorda” de la Corte Suprema de Justicia a la ruptura de contratos en medio de las crisis financieras coincidieron con ciclos globales que hubieran permitido alargar el horizonte de las decisiones en un país acostumbrado a maximizar el corto plazo.
Sin embargo, un poco por mala suerte (el mundo no acompañó para siempre), un poco por “errores técnicos” que suponían un contexto y acompañamiento político que no se dio, un poco por mala praxis (por el propio accionar de los lobbies y/o decisiones voluntaristas que ex post terminaron siendo erradas) y un poco porque las propias demandas de la sociedad fueron cambiando cuando se hacían evidentes los costos inmediatos tras las soluciones de política encaradas, ninguno de los dos esquemas fueron duraderos.
Es más, el esquema de los años 2000 termina sobrerreaccionando al esquema de los 90 que, a su vez, había sobrerreaccionado al esquema de los 80.
Pasamos de una economía cerrada en los 80 a una economía abierta en los 90 y a una economía cerrada en los 2000, que, al día de hoy, con un cepo gigante que coordina una brecha cambiaria de más del 100%, convive con una grosera dispersión de precios parecida a la de los 80, cuando Neustadt le hablaba a doña Rosa. Al mismo tiempo, volvimos a recrear el déficit fiscal de los 80, aunque con una presión tributaria y un nivel de gasto que duplican a los de entonces.
El mundo es bien distinto al de los 80, pero las discusiones actuales tragicómicamente se parecen. Lo patológico es que en el medio fuimos y vinimos con las reformas estructurales (laboral, previsional, tributaria, apertura y desregulación) que hoy se vuelven a poner sobre la mesa. Fuimos y vinimos con privatizaciones y estatizaciones, con políticas tarifarias convenientes al gobierno de turno, incluyendo cambios de manos entre privados que coordinaron derrotas en tribunales internacionales con grandes costos para el Estado.
El empate hegemónico (Portantiero) no es neutral. Como se mencionó antes, la oportunidad perdida en términos colectivos convive con enormes oportunidades en términos individuales. La búsqueda constante de cobertura y/o el aprovechamiento de grandes desarbitrajes frente a este particular ciclo económico de un sector privado adaptado a operar en un país en crisis permanente ha llevado a transferencias de ingresos incluso mayores a las originadas en los métodos lícitos e ilícitos con los que se relacionan el sector público y el privado.
Tanto mayor que las empresas locales se han vuelto nuevamente maximizadoras de flujos, casi sin importarles el valor de las compañías. Empresas en las que el gerente financiero y el de relaciones públicas se han vuelto otra vez más importantes que los que manejan el negocio real.
La contracara es un ahorro de los argentinos acumulado en el exterior que en promedio equivale a casi el 70% del PIB. Mientras tanto, el tamaño del crédito bancario en la Argentina alcanza a solo 5% del PIB y coexiste con un stock de capital interno originado en señales de muy corto plazo que buscan la “oportunidad” y no necesariamente buscan “maximizar la productividad”. Financiamos al resto del mundo, y en simultáneo financiamos con recursos del erario público la acumulación de capital privado sin pedir nada a cambio.
El ahorro en “ladrillos”, en “macetas” y/o el “consumir ahorrando” como método protectivo de las clases medias, en un país que acumula cinco signos monetarios que quitaron catorce ceros al peso actual desde la creación del BCRA, en 1935, y que en 2023 vuelve a tener una inflación de tres dígitos, muestra un claro ejemplo del daño que provoca la destrucción de la moneda a una sociedad.
La falta de horizonte de largo plazo convive además con instituciones y reglas de juego que incorporan capas tectónicas de decisiones tomadas en medio de urgencias y negociaciones, impulsadas en muchos casos por lobbies sectoriales, sindicales, provinciales y de movimientos sociales que, sin un norte colectivo, buscan soluciones individuales.
Una vez adquiridos, estos “derechos” son casi imposible de desarmar, y su acumulación a lo largo de los años termina siendo, además de profundamente inequitativa, no financiable. Al mismo tiempo, deriva en mayores costos de producción local, que en un mundo cada vez más global en el capital y en el trabajo genera asimetrías crecientes.
En el medio, tenemos una sociedad cada vez más empobrecida, donde los sectores medios se fueron escapando de los bienes públicos, recreando mercados privados en salud, educación, seguridad, que se superponen con los regímenes públicos que tienden a ser desfinanciados y, en simultáneo, captados por los diversos lobbies que se apropian de un Estado que cada vez provee bienes públicos de menor calidad.
Tenemos un Estado de bienestar trucho que no se financia, una sociedad fragmentada con productividades diferentes y derechos diferentes que clama en simultáneo por más Estado y por menos Estado.
Como dijo Andrés Malamud en su presentación en el coloquio de IDEA unos años atrás, “para prosperar, las sociedades requieren democracia, instituciones, uno que la pegue y otro que la continúe”. En 40 años mantuvimos la democracia, mientras las instituciones tienden a herrumbrarse frente a un péndulo infernal. Apurémonos a buscar consensos que permitan alargar el horizonte y dar gobernabilidad, para avanzar en un programa de estabilización que evite que el “que se vayan todos”, convertido hoy en “la casta tiene miedo”, termine poniendo en riesgo la democracia antes de que sea demasiado tarde.
Marina Dal Poggetto es economista