Desde principios de los noventa y hasta la crisis financiera de 2008 los bancos centrales del mundo fueron tomando cierta distancia frente a los incentivos de la política de turno, en un mundo donde el consenso priorizaba la fijación de metas de inflación en pos de resguardar la credibilidad y reputación del prestamista de última instancia. La independencia del BCRA era un activo valorado.
Sin embargo, a partir de la crisis financiera global cuyo epicentro coincidió con la caída de Lehman Brothers en septiembre de 2008, la coyuntura de riesgo sistémico y avidez extrema por la liquidez implicó un giro sustancial en la praxis de las autoridades monetarias del mundo. Al borde de una eclosión sistémica los Bancos Centrales de USA e Inglaterra dejaron a un lado los manuales de procedimiento durante los ciclos de estabilidad y entendieron que frente a esta coyuntura, la moneda tenía que dejar de ser un recurso escaso y la liquidez debía ser ilimitada. Así, los Bancos Centrales de USA e Inglaterra -tras el recorte vertical en las tasas de interés- implementaron temporalmente la herramienta de relajamiento cuantitativo vía la compra de deuda soberna (US$1,8 billones en el caso de USA y US$500.000 millones en Inglaterra). Asimismo, el Banco Central de Japón inyectó US$800.000 millones para la compra de títulos del gobierno en una economía que además de los coletazos de la crisis global tiene que acarrear con los problemas estructurales de la deflación y el exceso de ahorro de los privados. Incluso el Banco Central Europeo que, bajo el celo anti-inflacionario de una Alemania que aún no se olvida de la hiper-inflación de los años veinte, siguió priorizando el riesgo moral y la escasez de la moneda en medio de la crisis sistémica, ha cambiado el modus operandi a partir de la presidencia de Mario Draghi. La liquidez a tres años inyectada a la banca europea (que desde diciembre ya alcanza un total de US$1,3 billones sumando el segundo tramo por US$700 mil millones implementado el martes) terminaría engrosando la demanda de deuda soberana y reduciendo, en el margen, el costo del financiamiento de los gobiernos en problemas.
Este giro de las autoridades monetarias en el mundo desarrollado, fue aprovechado para justificar la necesidad de cambiar la carta orgánica del Banco Central de Argentina anunciada por la Presidenta en el discurso de apertura del año legislativo. Sin embargo, la coyuntura Argentina es diametralmente opuesta, no estamos al borde de un evento sistémico, no estamos frente a una recesión y además la tasa de inflación se ubica en niveles elevados. El objetivo, por cierto, consiste en legitimar el financiamiento que sea necesario al Tesoro vía la utilización de las Reservas en poder del Banco Central de la República Argentina. Lo mismo que en 2010 y 2011, pero ahora sin Reservas de Libre Disponibilidad una vez que la base monetaria iguala a las Reservas. La maximización del impuesto inflacionario funcionó mientras en Argentina sobraban dólares. Cuando estos empiezan a escasear, se requiere de los rígidos controles cambiarios para sostener esta situación. No hay una crisis en puerta, más aún, esta coyuntura de controles cambiarios y uso de Reservas permitió que tras el anuncio suban los precios de la deuda en dólares sin que se devalúe la moneda. Y esta suba en los precios de los bonos en dólares permite -al menos en el corto plazo- que la ANSES siga vendiendo deuda contra dólares en el mercado, a contramano del mentado proceso de desendeudamiento, pero contribuyendo a reponer parte de las Reservas que usa el Tesoro para pagar la deuda. Claramente no es una estrategia al desarrollo, ni el mecanismo para crear un mercado de crédito a largo plazo como se propone en el proyecto de ley.
*Directora y Economista de Estudio Bein & Asociados.