Si el cierre de listas termina por convalidar la polarización y el Gobierno pretende transformar en expansivo un plan fiscal y monetario muy contractivos, escala el riesgo de corrernos a un escenario inestable con componentes sistémicos.
Lejos de la apelación al Pacto social y al Consenso a ambos lados de la grieta para avanzar en un plan de estabilización que permita desandar los desatinos acumulados que dieciocho años después de la traumática salida de la Convertibilidad, vuelven a dejar a una economía endeudada, sin moneda y con un conflicto distributivo que incorpora una indexación creciente de la economía, ambos slogans son parte de una estrategia de corto plazo para quedarse con el “trofeo”.
Estrategia que consiste en evitar que la opción del centro se conforme captándola y/o contribuyendo a su implosión, y en enfatizar los errores del otro extremo relatando sólo parte de la historia.
Desde un lado, se enfatiza el error del kirchnerismo de haber transformado en déficit el superávit fiscal heredado a través de un aumento inédito del gasto público consolidado (de 25% del PIB promedio entre 1961-2001 a 41,5% del PIB en 2015), una suba también inédita en la presión impositiva (de 19% del PIB a 34% en el mismo lapso, 45% del PIB cuando se corrige por la informalidad) y de una distorsión grotesca de precios relativos con tarifas ridículamente atrasadas y precios de los bienes muy caros.
Todo en un contexto donde las presiones de costos inherentes a esta dinámica fiscal y de precios (incluyendo la recomposición salarial), fueron resueltas con un cierre cada vez más abrupto de la economía para proteger el empleo.
Desde el otro, se acusa al Gobierno actual de endeudador serial “innecesario” que generó un “estrago financiero” al haber abierto indiscriminadamente la cuenta capital para financiar una brecha fiscal de pesos (no explica, heredada) mientras trataba de poner la inflación en una meta irreal sólo con tasa de interés mientras en simultáneo subía tarifas. El resultado; un deterioro de las cuentas externas que, cual mamushkas, montaron ambas gestiones, y que se tornó insostenible cuando se cortó el crédito en 2018 a una economía con un déficit en cuenta corriente de 5% del PIB.
Trofeo que puede terminar destruido; en un contexto de libre movilidad de capitales, sin acceso al crédito y con un prestamista de última instancia que se agota (más temprano o más tarde dependiendo de cuantos dólares venda el Tesoro y el BCRA) y con un desplome en la demanda de pesos (consecuencia de la megalicuación que provocó el salto del dólar de $ 20 a $ 45).
Si el cierre de listas el próximo 22 de junio termina por convalidar la polarización y el Gobierno pretende transformar en expansivo (vía política de ingresos y de crédito dirigido) un plan fiscal y monetario muy contractivos, el riesgo de corrernos a un escenario inestable con componentes sistémicos que a diferencia de 2001 hoy no estaban, escala. Es que el esquema negociado en el segundo acuerdo con el FMI alejó a la Argentina del riesgo cierto de espiral inflacionaria y del default, pero el plan sólo podía ser menos contractivo si se generaba confianza y el BCRA podía comprar dólares en la banda inferior y moderar la contracción monetaria. Algo que en los hechos ocurrió en enero y la primera mitad de febrero (cuando empezaron a visualizarse brotes verdes), y se rompió cuando el dólar empezó a flotar entre bandas. Y si bien los tres cambios en el esquema con el FMI que habilitaron la discrecionalidad en la intervención ayudaron a frenar al dólar, la contracara fue un mayor apretón monetario que se reflejó en los datos de actividad “marchitos” de marzo.
Apretón monetario que se torna más contractivo en términos reales cada vez que la inflación sube por encima de lo proyectado en un contexto donde las empresas no miran al BCRA y sí miran la dinámica de los costos (entre ellos los salariales). Y más contractivo aún, si el BCRA empieza a vender dólares retirando el equivalente en pesos de la economía y deteriorando en simultáneo el balance del BCRA con menos reservas y las Leliqs devengando una tasa de interés más alta. Pero además, la caída en la recaudación en términos reales puede complicar el programa monetario si en algún momento le faltan pesos y dólares al Tesoro. Pesos, si se complica la meta fiscal y la refinanciación de las Lecaps; dólares, si el Tesoro sigue vendiendo los US$ 60 millones diarios y no se cumple el supuesto de refinanciamiento de las Letes.
Como contracara del shock, la economía ajusta: el gasto público se redujo a 37% del PIB, la presión impositiva a 30%, el déficit fiscal antes de intereses tiende a 1/1,5% del PIB, el déficit en cuenta corriente se redujo a una tercera parte y la foto de los precios relativos mejora. Sin embargo, el flujo de dólares no alcanza para vivir con lo nuestro y requiere o bien de la vuelta a los mercados de crédito y/o de un ajuste mayor en la economía. Amén de que la escalada distributiva con matices sigue presente, y la indexación del gasto previsional hace que la devaluación no resuelva el déficit fiscal.
Estamos en una situación donde las distorsiones de partida requieren una visión integral que combine consistencia fiscal y monetaria asequible en Democracia. Pero fundamentalmente la capacidad de generar acuerdos que rompan la indexación contractual ya no sólo del gasto público sino de un número creciente de contratos en el sector privado.
Romper una indexación cada vez más corta y que además sigue siendo despareja (no todos los precios aumentan todos los meses) no es sencillo y requiere que algunos sectores estén dispuestos a perder en la repartija.
Volviendo al arranque de la nota, no hay dos modelos económicos en pugna; sí hay un conflicto distributivo que traba el crecimiento a una economía sin crédito y sin capacidad para apelar al impuesto inflacionario. Cualquiera que tome las riendas en 2019 deberá encarar acuerdos para avanzar en esta agenda en el marco de un programa con el FMI. El problema es que el punto de partida puede ser más complicado, si forzar la polarización torna inestable la transición.