Un balance de los resultados de la gestión de los últimos diez años requiere contestar al menos tres preguntas. La primera referida a ¿Cuánto mejor estamos hoy que al inicio de la gestión?. Una segunda referida a ¿Cuál es la capacidad para sostener estos niveles y montar sobre ellos un crecimiento sostenido en los próximos años? Y en base a ambas una tercer pregunta referida a si la dinámica observada maximizó las posibilidades que brindaba un mundo inéditamente bondadoso en términos de precios de commodities y tasas de interés o si por el contrario abusó de ellas para maximizar –en forma imprudente- el crecimiento de corto. Crecimiento “de corto” que se fue transformando “en largo” a medida que el shock de precios de commodities y el salto en las cantidades exportadas asociado a la expansión de la frontera agrícola permitió financiar el aumento en las importaciones asociado al boom de consumo y gasto público que forzó el modelo, pero que al final de cuentas volvió a chocarse contra la restricción externa. O dicho de otro modo, crecimiento de corto que en los primeros años a la salida de la crisis requería políticas fiscales, monetarias y de ingresos fuertemente expansivas, pero que a medida que se iba normalizando la economía requería una poción más consistente de estos estímulos.
Respecto a la primera pregunta la respuesta favorable es evidente, teniendo en cuenta que el contraste se hace casi contra el piso que había alcanzado la economía a mediados de 2002 luego de la brusca ruptura del esquema de Convertibilidad. El nivel de actividad actual supera en 75% al del arranque, en tanto el desempleo cayó de 23% a 7,9%. y la pobreza cayó de un nivel de casi 50% de la población a un entorno del 20/23% dependiendo de la medición alternativa al INDEC que se tome. A contramano, la inflación que inmediatamente después del overshooting de 2002 se había estabilizado en torno al 3,6% en 2003 escaló hasta ubicarse por encima del 20%, niveles en los que permanece –anclas mediante- desde 2007. Pero esto último, que muchos planteábamos como un problema a futuro en la medida que aceleraba el ritmo de atraso cambiario, quedaba escondido detrás de un aumento en los ingresos que fundamentalmente en 2010 y 2011 superó con creces a la inflación. Algo que cambió en 2012 cuando las restricciones de la política empezaron a operar y el salario pasó a ser el ancla mientras las tarifas y el dólar (las anclas hasta ese momento) empezaron a moverse más rápido.
Y acá entra en juego la segunda pregunta, en que medida son sostenibles los niveles alcanzados, una vez que se agotaron los dólares de las exportaciones para financiar el aumento en las importaciones que requiere el crecimiento del consumo y las necesidades financieras de un Tesoro Nacional que perdió el superávit (a pesar del aumento de más de 10 p.p. del PIB en la presión tributaria) y no accede al crédito ni siquiera para financiar los vencimientos de capital. De algún modo el cepo al dólar evitó que la aceleración de la fuga de capitales dejara sin reservas al BCRA, pero no evitó que éstas siguieran goteando aún en los meses de alta estacionalidad en la liquidación de exportaciones en la medida que la propia brecha cambiaria (creada por la restricción) impulsa el consumo de importados (bienes, servicios y/o uso de tarjetas en dólares) en tanto cada nuevo intento de sutura genera, en un círculo vicioso, un nuevo salto en la brecha. Y aún cuando el goteo de Reservas no alcanza para obligar en lo inmediato un cambio en la estrategia del BCRA presionado por el mercado (el ajuste clásico que generaba la restricción externa “stop”), condena al país a un crecimiento mediocre en los próximos años y con problemas para financiar la infraestructura y las inversiones en energía que requiere la economía. Si bien el excedente de pesos derivado de esta política combinado con el menor costo de la inversión en años, sobretodo cuando se lo valúa en dólares marginales y se lo combina con crédito subsidiado a tasas negativas, impulsa inversiones defensivas, éstas no alcanzan como mecanismo para asegurar un crecimiento sostenido a mediano plazo.
Finalmente, en relación a la tercera pregunta, la Argentina perdió una oportunidad única para construir una moneda nacional que además de medio de cambio o unidad de cuenta funcione como reserva de valor. Sin llegar a la sobre reacción de Brasil que forzó exactamente al revés que la Argentina su política monetaria generando una enorme transferencia de ingresos al sistema financiero, las posibilidades que brindaba un mundo de dólar débil combinado con la ilusión monetaria que se heredó de la estabilidad de precios durante los 90´s, hubiera evitado muchos de los costos que la economía empieza a pagar en los últimos años vía el uso creciente de cajas. La última es el blanqueo de capitales, que en última instancia es un mecanismo sui generis y cuestionable de apertura al crédito externo, sin convalidar las tasas de interés que hoy pagaría la Argentina. La contracara de este proceso ha sido el desendeudamiento con el mercado alcanzado en los últimos años producto no del superávit fiscal, sino del uso creciente de estas cajas –la ANSES y el BCRA entre las principales- que dejó a la Argentina con un ratio de Deuda a PIB que flota en el mercado de sólo 12,5% (8% cuando se consideran únicamente la emitida en moneda extranjera). No es poco para una economía que estuvo condicionada por la deuda en los últimos 30 años.
En definitiva, las estadísticas ampliamente exitosas que surgen del análisis global de los últimos diez años se diluyen en la segunda mitad a medida que el sistemático atraso cambiario forzado por la política que partía de un dólar “recontra alto” erosionó los pilares del “modelo”, generando rendimientos decrecientes de la política. Está en la Política reparar en esto para evitar que la “década ganada” ceda lugar en los próximos años a una década perdida.
*Economista y Directora de Estudio Bein & Asociados