El fenomenal crecimiento del nivel de actividad tras el colapso de la Convertibilidad fue acompañado en sus primeros años por un excedente estructural de dólares derivado tanto de la expansión de la frontera agrícola a partir de la segunda mitad de los noventa como del profundo ajuste cambiario que licuó los salarios y deprimió el consumo interno.
Una vez asumidos los elevadísimos costos económicos y sociales de la mega devaluación, el adelanto cambiario resultante dio margen a la política fiscal para avanzar en un esquema de subsidios tarifarios que limitara el traslado a precios del overshooting del tipo de cambio y del aumento en los precios internacionales de los alimentos, derivado del proceso de conversión de los commodities en activos financieros. Aquello fue posible por la recuperación de la capacidad de cobrar retenciones, que permitió que hacia 2005 la recaudación por derechos de exportación ascendiera a 2,3% del PIB, más que triplicando lo destinado a pisar las tarifas de energía y transporte (0,7% del PIB). Hoy dicha relación se invirtió: en 2013 las retenciones ascenderían a un estimado de 2,3% del PIB, apenas la mitad del gasto proyectado en subsidios (4,7% del PIB).
La presión sobre el sector externo derivada de los niveles actuales de consumo forzados por el atraso cambiario condujo al intento de atar la demanda de dinero vía controles cambiarios, toda vez que la política optó por no reabrir el crédito ni avanzar en un ajuste cambiario tradicional. Intento que alejó escenarios disruptivos donde el mercado pudiera forzar al BCRA a una corrección pronunciada, pero no logró detener la caída en las reservas. Pero más allá del cortoplacismo de esta solución y de la necesidad de administrar la escasez de reservas, la medida no resuelve los problemas de competitividad en una economía que mantiene un atraso cambiario del orden del 15%/20%.
Abortado desde la política un ajuste brusco implícito en una mayor corrección cambiaria, dada la dificultad para limitar el traslado a precios en una economía con baja capacidad ociosa y sin margen para usar la herramienta fiscal para contener el shock (vía retenciones y subsidios como en 2002), esta deberá intentar seguir buscando mecanismos vía un mayor desdoblamiento fiscal. No sólo para contener la demanda de dólares, como el encarecimiento en los viajes al exterior a través del pago a cuenta de Ganancias, sino también vía la reducción de retenciones para mejorar la competitividad de los sectores exportadores. No resulta lógico que hoy la industria y las economías regionales paguen entre 5% y 10% de derechos de exportación en tanto la caída en los precios de los commodities agrícolas pone una presión adicional sobre el resto. Sin embargo, y a diferencia del encarecimiento de las importaciones, la caída en las retenciones sin compensar la pérdida de recursos agregaría una presión cambiaria adicional dado el mayor financiamiento implícito del BCRA.
Ya sea vía mayor inflación o vía menores ingresos fiscales, la política enfrenta el dilema de la sabana corta para intentar corregir la distorsión de precios relativos acumulada en los últimos años, cuando el colchón cambiario y los precios internacionales permitían financiar un gasto creciente y estirar el escenario en el tiempo. Sin un shock cambiario que impacte sobre la macroeconomía en su conjunto, el Gobierno deberá avanzar en medidas específicas, sector por sector, que permitan compensar parte de la competitividad perdida. La baja en los subsidios, aumentos tarifarios mediante, ayudaría a financiar este esquema, aunque con costos evidentes que deberán ser distribuidos en el tiempo.
Salir del cortoplacismo y corregir las distorsiones evidentemente tiene costos para una economía que se pasó de largo. Se requerirá una importante “sintonía fina” para que estos últimos sean lo más limitados posibles.
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