En 10 años, los argentinos compramos US$ 126.000 millones

Hay consenso en que las economías que más crecen son las que tienen tasas de inversión más altas.

En Argentina, en las últimas dos décadas los niveles máximos de inversión a precios corrientes apenas rozaron el 20% del PIB, de los cuales cerca de 4 puntos porcentuales eran inversión pública. En medio de la euforia de las elecciones de 2017, con un impulso adicional de la obra pública, estos niveles apenas retornaron al 17% del PIB. Y luego de dos años de recesión brusca, con una caída acumulada del PIB del 7% hasta antes de las PASO respecto a los niveles de principios de 2018, esta tasa se reduce al 13% del PIB. Niveles que apenas compensan la amortización del capital en una economía cuya industria opera con una capacidad ociosa en torno al 40%.

Si bien claramente no es el único, el crédito es uno de los factores que definen los niveles de inversión de una economía. De alguna forma, el crédito es uno de los mecanismos que permiten trasladar el ahorro a la inversión, a través de los bancos y/o a través del mercado de capitales.

En un típico modelo de tres brechas, la inversión es igual al ahorro que se descompone a su vez en tres componentes:

*El ahorro/desahorro del sector privado.

La diferencia entre el ingreso disponible después del pago de impuestos, y el consumo. Cuanto más alto es el consumo, menor el ahorro del sector privado.

*El ahorro/desahorro del sector público.

La parte del déficit fiscal que no incluye dentro de los gastos los destinados a obra pública, que forman parte de la inversión. Tampoco incluye transferencias como jubilaciones, planes sociales o subsidios (que en rigor forman parte de los ingresos del sector privado) e intereses de la deuda (que también funcionan como ingresos del sector privado y/o del resto del mundo, dependiendo del tenedor de esa deuda).

*El ahorro/desahorro del resto del mundo definido por el resultado de la cuenta corriente del balance de pagos.

Si es deficitario (o sea importamos más bienes y servicios reales y financieros de los que exportamos) el mundo nos financia; si es superavitario financiamos al mundo.

En Argentina, el principal problema es que al carecer de una moneda que funcione como reserva de valor además de como unidad de cuenta y/o medio de cambio, el canal de transmisión del ahorro a la inversión, falla.

En los últimos diez años, la formación de activos externos (lo que llamamos fuga de capitales o compra de moneda extranjera o activos en moneda extranjera) sumó US$126 mil millones de dólares, equivalentes a casi cuatro veces el tamaño del crédito en pesos en Argentina.

Leyó bien, los argentinos compramos dólares por el equivalente a cuatro veces el tamaño del crédito local en pesos que después del desplome de los últimos dos años apenas alcanza al 8% del PIB, 10,8% cuando se suma el crédito en dólares. Crédito en dólares que, desde la puesta en marcha de los controles de capitales a fines de agosto pasado, también empieza a caer rápido con bancos que aceleran el recupero de los créditos para hacerse de liquidez frente a una salida de depósitos en dólares que coordinó el resultado de las PASO y acumula 35% desde entonces.

Esta anomalía entre un mundo que nos empezó “a financiar” a partir de 2012 cuando la economía perdió el superávit de la cuenta corriente y los argentinos seguían comprando dólares, se apalancó durante el tercer gobierno kirchnerista en una caída agresiva de las reservas del BCRA y un cepo que puso restricciones cuantitativas a la “fuga”.

Y durante los primeros dos años del gobierno de Mauricio Macri con emisiones de deuda en dólares, y con los dólares que, una vez que se removieron los controles de capitales, ingresaban a la Argentina para comprar el instrumento de esterilización del BCRA creando el caldo de cultivo para la corrida contra el peso que arrancó a principios de 2018. Es cierto que en 2016 y 2017, gran parte de la formación de activos externos se hacía en Letes (financiando al Tesoro) y/o quedaban los dólares depositados en los bancos (que por suerte, y luego de habernos quemado con leche durante la Convertibilidad, sólo podían prestarlos a exportadores por lo que la mitad quedaban encajados en las reservas).

Sin acceso a los mercados desde principios de 2018, los dólares del FMI funcionaron para suavizar un ajuste que de otra forma hubiera sido mucho más agresivo. La cuenta corriente está volviendo al equilibrio desde el 5,2% del PIB que requirió la política en 2017 para ganar las elecciones de medio término, mientras en simultáneo los argentinos seguimos acumulando dólares y el país (el sector público nacional, las provincias y las empresas) pagando los servicios de la deuda.

La necesidad de renegociar

Con el resultado de las PASO, un FMI retirado a cuarteles de invierno hasta negociar con un nuevo interlocutor, y con un mercado que dejó de rollar hasta las Letes, los dólares remanentes no alcanzan para financiar la transición y los riesgos de un evento de crédito aparecen.

Ahora bien, ninguna estructura apalancada puede afrontar los vencimientos de deuda sin refinanciar al menos parte del capital, aún cuando los niveles y perfiles de esa deuda sean razonables (incluso mejores a los de Uruguay en 2003), y cuando además en el mundo la tasa de los bonos de 10 años de USA se ubica abajo del 1,6% y todos los países vecinos se endeudan abajo del 4%.

Si el Gobierno entrante no avanza en un plan de estabilización que enmarque la negociación de la deuda en un programa que además del acuerdo de precios y salarios que rompa la inercia, mantenga en simultáneo la consistencia fiscal y monetaria, difícilmente se pueda pensar en el restablecimiento del crédito al sector privado. Y el credit crunch que sufre hoy el sector privado puede ser aún peor.

La consistencia fiscal requiere que el esquema previsional, las tarifas y el esquema cambiario se inserten en ese acuerdo de precios y salarios, sin que se dispare la brecha cambiaria. La consistencia monetaria, además de la señal de equilibrio primario (antes de intereses), va a requerir una definición sobre la deuda teniendo en cuenta que en 2020 vencen cerca de US$30 mil millones, mitad en dólares, mitad en pesos.

Los dólares resultan más fáciles de manejar teniendo en cuenta que se podrían alargar los plazos manteniendo el cupón en una solución a la “uruguaya”, aunque la negociación debe hacerse rápido antes de perder “la caja”. Los pesos son menos intuitivos, dado que convalidar la tasa actual para extender plazos no es viable, reperfilar compulsivamente tiene costos como quedó demostrado en agosto, e indexarlos también. Y no es evidente que la demanda de pesos pueda absorber vencimientos por el equivalente a la base monetaria en 2020. Vencimientos que se suman al stock de Leliqs, equivalentes también a otra base monetaria, y que son la contracara de los depósitos en pesos de los bancos.

Después de los extremos que supimos conseguir, “ninguna emisión monetaria es inflacionaria” al “sólo con tasa de interés bajamos rápido la inflación mientras en simultáneo subimos tarifas” duplicando de 6% a 12% del PIB los pasivos remunerados del BCRA, se requiere técnica, pragmatismo y sobre todo poder político, para estabilizar la economía y evitar una crisis mayor. El margen de maniobra es cada vez menor, y los costos asociados a un nuevo error de diagnóstico cada vez más altos.