Esta semana circuló por las redes sociales un gráfico que mostraba a la Argentina primera en el ranking de países que más años de recesión habían transitado en los últimos 60. El triste récord lo alcanzaba con 24 años donde el PBI cayó, incluyendo 2019 y 2020. Atrás venían Congo, Zambia, Haití, Chad, Burundi y Guyana. Los datos no sorprenden, Argentina es una tragedia en términos de bajo crecimiento con un ciclo particularmente pronunciado. Exactamente lo opuesto a los objetivos buscados de política económica que consisten en maximizar la tendencia y minimizar el ciclo.
La falta de una moneda a través de la cual canalizar el ahorro a la inversión es el huevo de la serpiente detrás de este proceso. Genera que en forma sistemática el ahorro local vaya a financiar al resto del mundo achicando la inversión, y acotando el salto productivo en un mundo que ciertamente no es estático.
Sólo en los últimos quince años, la formación de activos externos totalizó US$150 mil millones, casi un tercio del PIB actual y cinco veces el tamaño del crédito en el sistema financiero. Y esto ocurrió durante los dos gobiernos de Cristina Kirchner y durante el de Mauricio Macri. Cuando el cepo se impone (entre 2012 y 2015, y de nuevo desde octubre de 2019) se adapta la formación de activos externos a los límites establecidos. Al mismo tiempo se acelera la caída en las Reservas del BCRA por la cancelación neta de deudas del sector público y privado (nadie entra un dólar al país).
Pero además se dispara la brecha cambiaria generando incentivos encontrados. Durante el cepo anterior, estos incentivos fueron “administrados” a través de un régimen de comercio que entregaba los dólares escasos en función de un esquema de prioridades, a veces esotéricas como pretender el equilibrio comercial por empresa (el 1 a 1, dólar exportado por dólar importado). En el cepo actual, las prioridades están definidas en función del manejo financiero de las empresas; léase no pueden comprar dólares oficiales para importar y/o cancelar deudas aquellas empresas que en los últimos 90 días hayan comprado dólares en el Contado Con Liquidación y/o aquellas empresas que tengan dólares en sus balances depositados en el exterior.
Con este criterio, el BCRA mata dos pájaros de un tiro. Por un lado, frena la demanda de dólares oficiales. Por otro reduce la demanda de contado con liquidación. Pero en el mismo disparo, encarece la importación, la inversión y se complica la calificación del crédito de los privados y las provincias.
El margen para construir una moneda sin necesidad de abusar del ancla cambiaria lo tuvimos durante los años 2000 y se desaprovechó. La economía partía de superávits gemelos en torno a 4% del PIB, la convertibilidad había roto la inercia inflacionaria, la deuda había sido reestructurada y el sistema financiero saneado después del quiebre a la salida de la convertibilidad. También coincidió la salida de la recesión con un shock inédito de dólar débil y precios altos de los commodities que extendió enormemente el ciclo.
No sólo el país sostuvo tasas de interés muy negativas (la mitad de la inflación hasta 2012 apoyándose en un dólar que se mantenía cuasi estable) sino que además dilapidó en la transición los superávit gemelos. Entre 2005 y 2008 el país consumió todo y un poco más del extraordinario aumento en los recursos como si el salto asociado a las tasas chinas y a los extraordinarios precios de los commodities fuera a durar para siempre.
En 2009, con la recesión global, el aumento en los gastos subió 13% por arriba de la inflación con recursos que cayeron casi 4% en términos reales. Ese año, el bache fiscal recreado para compensar la crisis fue financiado con la emisión de Derechos Especiales de Giro (Deg’s) del FMI. En 2010, las curvas de recursos y gastos se alinearon pero el gasto volvió a crecer sistemáticamente por encima de los recursos entre 2011 y 2015, y sin acceso al crédito el déficit fue financiado con el BCRA. La principal diferencia era el stock de Reservas de partida.
El déficit no nació de un repollo, hacer política fiscal expansiva siempre -en recesión y también con crecimiento- terminó convalidando que el resultado fiscal pase de +4% del PIB en 2004 a -4% en 2015 en un contexto donde el gasto público subió de 25% del PBI a 41%. Vale recordar que el kirchnerismo no sólo subió el nivel del gasto, sino que indexó al pasado más de la mitad.
Durante, el gobierno de Mauricio Macri el gasto cayó a 36% del PIB, pero también lo hizo la presión impositiva. La caída del gasto se aceleró entre 2018 y 2019 con la licuación que produjo el salto en la inflación. Justo cuando chocó el esquema de financiamiento adoptado para acotar la dominancia fiscal en el marco de un esquema monetario extremadamente voluntarista e inconsistente dadas las distorsiones de partida.El año 2019 cerró con un déficit fiscal de apenas 0,5% del PIB, pero con una inercia que, de mantener el status quo, lo hubiera devuelto sin escalas a algo más parecido a 3% del PIB.
Recuerdos del presente
Fue el presidente actual, el mismo que ahora sostiene que no le gustan los planes económicos, el que envió en diciembre pasado un proyecto de Ley al Congreso que aseguraba la consolidación fiscal. Entre sus medidas incluía la desindexación de las jubilaciones por 180 días, la eliminación de la reforma tributaria y el aumento en las retenciones a las exportaciones.
Se suponía que tras ese ajuste venía la negociación de la deuda y el acuerdo con el FMI. La demora en ambos frentes y la Pandemia trastocaron los objetivos de corto plazo y el déficit saltaría al 7/8% del PIB en 2020, con gastos subiendo en términos reales casi 40 puntos porcentuales por sobre recursos que se desploman. Sin acceso al crédito, el financiamiento monetario aumentó los pasivos (base monetaria + remunerados) de 11,5% en octubre pasado a 18,4% hoy y los llevaría a diciembre a 24%. Transitoriamente, los controles de precios, el aumento en la demanda de pesos, el freno en la puja distributiva y el equilibrio de prepo en el mercado cambiario mantiene la inflación contenida, pero los riesgos de escalada inflacionaria están latentes.
El escenario de corto plazo depende de la evolución del COVID-19 y de la capacidad de la política para administrar en el mientras tanto el trade off entre economía y salud, pero tres variables que van a definir no sólo el cierre de un año para olvidar, sino si el país se encamina a un sendero de estabilización o transita hacia uno de estanflación con serio riesgo de abortar el rebote en 2021 respecto a los bajísimos niveles de actividad de 2020.
Si se arregla la deuda y se postergan vencimientos con el FMI, el margen para armar un programa de estabilización que apuntale el lógico rebote de la economía post pandemia vuelve a aparecer. Los precios relativos están sensiblemente más alineados, las cuentas externas se tornaron superavitarias luego de tres años de brusca recesión y la puja distributiva que había escalado con la devaluación en cuotas de los últimos dos años del gobierno de Macri, coyunturalmente se mantiene retirada a cuarteles de invierno en medio de la pandemia.
La capacidad para consolidar las cuentas fiscales en la post pandemia necesita que los gastos crezcan por debajo de los recursos en 2021. Este cruce de curvas requiere que todo el grueso del gasto originado en las medidas compensatorias durante el Covid-19 desaparezca en 2021, que las tarifas se descongelen y limiten el aumento en los subsidios, que se sostenga la prudencia de este año en el ajuste previsional y se extienda a las paritarias. Fundamentalmente que no se intente reflotar la actividad por la vía fiscal en el año electoral y esto incluye la obra pública.
Agenda complicada para un año electoral. Condición necesaria para estabilizar y empezar a sembrar las bases para construir una moneda que permita en algún momento alejarnos del ranking con el que empezó la nota.