- El mito de Sísifo y el impacto de las tarifas
- Consumo: ¿Por qué no tracciona?
- Precios relativos: un año y medio después
El gobierno anterior abusó del ancla cambiaria y tarifaria para manejar una inercia inflacionaria que desde hace diez años se ubica por encima del 20%. Mientras a la economía le sobraban dólares, esta trayectoria en combinación con salarios que año a año le ganaban a la inflación, pero sobre todo al dólar, en conjunto con una duplicación en el número de jubilados y la creación de la AUH que incorporó más de cuatro millones de chicos a las asignaciones familiares, permitió una sensación de bienestar que se vio reflejada en un aumento inédito del consumo. Hacia 2011, el consumo per cápita alcanzó niveles récord; las importaciones por habitante a precios constantes prácticamente duplicaban a las del mejor año de la Convertibilidad. Pero este nivel récord de importaciones, en conjunto con un menor dinamismo de las exportaciones, reavivó la restricción externa.
Fueron precisamente la escasez de dólares comerciales y las dificultades políticas para acceder al crédito las que rompieron con el “virtuosismo cortoplacista” del esquema. Pero, si bien el “populismo sustentable” dejó de ser sustentable cuando se agotaron los dólares comerciales y, por suerte, no se logró acceder al crédito en forma fluida, el esquema de administración de la escasez con cepo cambiario y controles de precios, permitió postergar la corrección. Es cierto que entre 2011 y 2015 la economía no creció y que, en términos per cápita, se contrajo 5%, pero también es cierto que se pateó la pelota para la administración siguiente (distorsión de precios relativos, déficit fiscal y déficit externo). El único activo valioso era una economía desendeudada, y es precisamente esta situación la que en un mundo muy líquido permitió elegir el camino gradual.
Camino gradual con distintas intensidades: más agresivo en lo tarifario y en la baja de impuestos a las exportaciones, como una clara señal a corregir el déficit externo, pero en simultáneo, muy poco agresivo en lo fiscal, más bien al contrario ya que la baja de impuestos con devolución de fondos a las provincias, y la dinámica del gasto (con tarifas que fueron más a compensar la hoja de balance del sector energético que a reducir la incidencia fiscal de los subsidios, el esquema de reparación histórica a los jubilados y la decisión de impulsar en 2017 la economía con obra pública), derivaron en un aumento del déficit fiscal antes de intereses de la deuda. Aumento en el déficit que quedó morigerado en 2016 y 2017 por los ingresos extraordinarios del Blanqueo.
La mejora en el salario real originada en el cuasi congelamiento tarifario desde la salida de la Convertibildad ascendió a 20%; dicho de otra forma, si las tarifas hubieran subido entre 2001 y 2015 en línea con el promedio de los precios de la economía, todo lo demás estable, la capacidad de compra de los salarios hubiera sido 17% menor. A esto se suma que el cierre de la economía permitió en los hechos precios internos de los bienes muy por encima de los internacionales, dado que la protección permitió seguir trasladando buena parte del aumento en los costos, a precios internos (al menos a los precios de lista que son los que se incluyen en los índices de precios). Parados en noviembre de 2015, mientras los precios de los servicios regulados en dólares eran 67% menores a los de fines de la Convertibilidad, los precios de los bienes y de los servicios eran 33% y 27% más altos. Esto último es más complejo cuando se toma nota de que, entre 2001 y 2015, la inflación core de bienes en USA fue prácticamente nula, mientras que la inflación de servicios ascendió a 43%.
En ese momento, aun sin evaluar los impactos indirectos derivados de las presiones de costos, la normalización de precios relativos implicaba un salto en la inflación y una caída del salario real, mayor o menor dependiendo la compresión de márgenes en los sectores productores de bienes en una economía muy cerrada y/o de la baja en la carga impositiva. Entre noviembre 2015 y mayo 2017 los precios de los servicios regulados subieron en dólares 85% y todavía resta un 70% adicional para volver a los niveles previos a la salida de la Convertibilidad, mientras los precios de los bienes en dólares cayeron 3% y los de los servicios no regulados sólo 1,5%. La resultante fue: 1) una inflación acumulada del 66%, 40% el primer año, y un ritmo más cercano al 20,5% proyectado para 2017 con tarifas que aportarían la mitad (3,5 p.p. en lugar de los 6 p.p. de 2016), un dólar muy tranquilo luego del salto inicial y un salario que el año pasado perdió en promedio 6 p.p. contra la inflación del INDEC y que este año, también en promedio, recuperaría más de la mitad de la caída; y 2) un salario en dólares que luego de la caída inicial empieza a recuperar rápido el terreno perdido. Pero aun si lograra coordinarse, con una mayor apertura de la economía como ocurrió en la Convertibilidad, la compresión de márgenes (o el menor traslado a precios de los costos) dependiendo de la distancia al punto que equilibra el balance de cada empresa, generaría -al menos al principio- un aumento en el desempleo. Si se hiciera bajando impuestos, aumentaría el déficit fiscal.
En definitiva, la sábana corta. Y acá entra el doble sentido del título: ¿cómo cambiar precios relativos y no morir en el intento? Por un lado, el típico libro de autoayuda al que, si estuviera escrito, debería recurrir cualquier Gobierno que intente una recomposición de precios relativos de las características que se requerían en Argentina en el arranque de la gestión actual sin perder Gobernabilidad en una democracia. Por el otro, desde un enfoque microeconómico, como hace cada empresa en cada sector para sobrevivir al aumento en los costos derivado de la corrección de precios relativos. Esto es lo que los economistas llamamos puja distributiva. Mientras los sectores beneficiados (servicios públicos, ciertos segmentos de la energía, el agro y la agroindustria) festejan luego de años donde estuvieron pisados por la política, los empresarios de los demás sectores pretenden mantener y/o limitar la caída de sus márgenes (en algunos casos para compensar la caída en las cantidades) mientras los asalariados quieren preservar la capacidad de compra de los salarios. Si todos logran sus pretensiones, la corrección de precios relativos no se produce y sólo se termina en un nivel de inflación más alto.
El resultado, en términos microeconómicos, de mantener el statu quo es una cadena de ineficiencias, que termina derivando en precios de los bienes muy caros, no sólo en la comparación internacional, sino fundamentalmente en la comparación con 2001. Para tomar sólo un sector; si el precio del gas va a terminar valiendo el doble que lo que cuesta el precio internacional (hoy la paridad de importación está en US$6,5 el millón de BTU y el precio en USA US$3) y se inyecta en gasoductos con caños que cuestan 50% más caros que los importados para sostener el empleo local; se refleja en un aumento en los costos de la petroquímica que, precio de la energía eléctrica mediante, termina trasladándose a los precios de los envases, los cuales, sumados a los propios márgenes y costos de los productores de bebidas y a toda la cadena para adelante (costos de la logística, laborales, inmobiliarios, financieros e impositivos), termina explicando que el valor de una botella de gaseosa sea casi el doble del que se puede conseguir en una góndola en Europa. Este es sólo un ejemplo que se podría extrapolar a casi todos los sectores.
La decisión de avanzar en un esquema agresivo de desinflación con una política monetaria muy rígida ayudó a moderar el salto inflacionario asociado a la corrección de precios relativos, aunque tiene detrás algunas consecuencias con impactos de corto y de mediano plazo. La primera es que, sin corrección de la brecha fiscal, sólo el cambio en el esquema de financiamiento genera una presión a la apreciación del tipo de cambio que termina alejando a la economía del objetivo de corregir el desequilibrio externo. Pero, además, como venimos incluyendo en nuestros informes, la desinflación agresiva complica la corrección fiscal ya que deteriora el aumento en los recursos tributarios en un contexto donde la mitad del gasto está indexado al pasado. La segunda es la tasa de interés necesaria para coordinar una desinflación agresiva, la cual genera un aumento del ahorro que por definición queda dentro del propio BCRA (Un 40% del ahorro en pesos está invertido en pases y Letras del BCRA). La tercera es que la decisión de ajustar tarifas en un esquema semestral condena a la economía a mantener tasas de interés altas mientras dura el proceso. Igual que Sísifo con la piedra, cada vez que las tarifas dejan de impactar y baja la inflación, el margen de la política monetaria para bajar las tasas de interés choca contra el próximo aumento en las tarifas seis meses después (coincidente con los lags estimados por el BCRA de impacto de la política monetaria).
El año electoral está en pleno desarrollo y es esperable que se ponga toda la carne en el asador. A diferencia del gobierno anterior, parte de la agenda de largo plazo continúa en el año electoral (aumento de tarifas y tasas altas de interés). Esto explica el magro y dispar impacto sobre el consumo derivado de un salario que (a pesar del intento de usarlo como ancla) recupera parte del terreno perdido en 2016 en un contexto de sobrante de dólares financieros. Magro crecimiento del consumo compensado por el fortísimo salto en la obra pública y la no corrección fiscal. De cara a 2018, los drivers del crecimiento en 2017 ya no están y la economía sólo crecería por el arrastre estadístico y algún impulso que pueda generar la deuda hipotecaria indexada. Compensar con más déficit fiscal el impacto sobre la distribución del ingreso del cambio en los precios relativos sólo dura mientras el crédito esté disponible. De momento, la deuda sigue siendo baja y el mundo nos sigue prestando, y es esperable que lo haga un tiempo más, incluso el suficiente para volver a patear la pelota al próximo gobierno, y por qué no una gestión más. Lo que resulta evidente es que los marcos regulatorios de los 90s con precios globales de la energía mucho más altos y una infraestructura mucho más deficiente, con una economía cerrada y con los sindicatos argentinos, no son consistentes y mucho menos manejables sólo con política monetaria en un contexto de abultado déficit fiscal.