Crecer al 5% es factible en 2017

A nueve meses del cambio de gobierno, mucha agua pasó bajo el puente. La visión inicial de que era fácil la necesaria agenda de corregir precios relativos para favorecer la inversión en un país como Argentina, luego de doce años de una agenda populista financiada en los primeros años por una inédita cuenta corriente superavitaria y en los últimos con stocks (y desendeudamiento con el mercado) chocó contra la exacerbación de las pujas distributivas frente al shock inflacionario que resultó de mover casi en simultáneo el dólar y las tarifas.

La fuerte caída en el nivel de actividad, registrada fundamentalmente a partir de marzo, es la contracara del desplome en la capacidad de compra de los salarios y su correlato sobre el consumo, en un contexto donde además operó una política monetaria fuertemente restrictiva que agudizó el impacto sobre la producción, vía un fortísimo incentivo al desarme de stocks por parte de las compañías. La inversión no sólo no reaccionó tan rápido como esperaban frente al cambio de agenda, sino que además estuvo impactada negativamente por la caída en la obra pública (mientras se revisaban los contratos heredados) y también de la obra privada, donde la desaparición de la brecha cambiaria impactó negativamente desde el lado de los flujos de fondos de los proyectos. A esto se sumó el segundo año de recesión en Brasil, que impactó de lleno sobre el sector automotor con exportaciones a ese destino que hoy son sólo la mitad de lo que se llegó a venderles en 2013.

La idea original de que el ajuste se podía realizar sin costos tenía como supuesto que los movimientos de precios relativos no llevaban implícito un aumento en la inflación, dado que el rotundo cambio en el manejo de la política monetaria iba a permitir que los precios se reacomodasen sin sobresaltos. Se llegó a argumentar que los precios ya estaban fijados a un dólar de $ 15 sin tener en cuenta el cierre de la economía, y que la suba de tarifas era deflacionaria dado que su corrección implicaba per se un menor financiamiento monetario. Esto sin tener en cuenta el impacto de la devaluación sobre los costos de generación, ni que el ahorro fiscal dependía además del esquema de tarifas aplicado. Algo que falló, no sólo en las formas que derivaron en la judicialización y toda la saga que vino detrás, sino también en su impacto fiscal. Si no, ¿cómo se explica que de convalidarse una tarifa eléctrica cinco veces más alta en promedio, siga representando sólo un 30% del costo cuando los cálculos un año atrás con los precios de entonces requerían aumentarla por siete para eliminar el subsidio?

Una recesión diferente

Ahora bien, esta recesión es ciertamente distinta de las que caracterizaron el sinuoso ciclo argentino de los últimos cuarenta años. No estuvo originada en una salida de capitales, sino que, por el contrario, convivió con el retorno del país a los mercados de crédito una vez resuelto exitosamente el litigio con los holdouts. La baja deuda de partida (la parte positiva de la herencia) y un mundo hiperlíquido ayudaron para que el retorno a los mercados tuviera la contundencia que tuvo en términos de acceso al financiamiento y caída en la tasa de interés que pagamos. Y es lo que junto con la estabilización de Brasil permite ahora ser optimista respecto de la capacidad de la economía para revertir la fase baja del ciclo en el corto plazo. Paradójicamente, la apertura de la cuenta capital hoy está más ligada a la sustentabilidad política del Gobierno (y esto incluye las elecciones de medio término del próximo año) que a la consistencia fiscal de mediano plazo.

Esto último es lo que está detrás de los objetivos de una parte del Gobierno, que desde el lado fiscal dejó para más adelante el intento de corregir el desequilibrio heredado e intenta impulsar el ciclo de corto plazo con más plata destinada a los jubilados, a las provincias y a la obra pública, mientras promete aflojar la exagerada presión impositiva, financiándose con deuda y los ingresos de una vez del blanqueo. Es la misma parte del Gobierno que estaría dispuesta a convalidar una paritaria más alta a fin de asegurar que (con un tipo de cambio semianclado con los dólares de la deuda) los salarios le ganen a la inflación en el año electoral. Con financiamiento disponible, esta agenda asegura una recuperación en el corto plazo, siempre que la política monetaria acompañe Esto no implica financiamiento monetario per se, ya que con la cuenta capital abierta el Gobierno se financia en el mercado, aunque sí implica que el BCRA intervenga evitando o bien una excesiva apreciación cambiaria (dada la necesidad de transformar a pesos la deuda en dólares contraída para financiar la brecha fiscal) o bien limitar el crowding out sobre el sector privado si el financiamiento se hace en el mercado local.

Si bien, a diferencia de los primeros meses de gobierno, el BCRA ahora compra una porción de los dólares excedentes, esteriliza buena parte de los pesos que emite, mantiene tasas de interés cada vez más altas en términos reales –dada la caída en las expectativas de inflación más rápida que el sendero de reducción de las tasas de interés– y sostiene sin cambios las metas de inflación de 12 a 17% para el próximo año, aun cuando el 2016 va a terminar con una inflación interanual más parecida al 40% (15 p.p. más alta que las metas iniciales consistentes con el objetivo del próximo año).

Esta inconsistencia entre una política fiscal expansiva y una política monetaria muy contractiva, de momento convive con algunos cortocircuitos de la política, pero se va a poner realmente a prueba cuando se discutan las paritarias en el arranque del año electoral. El BCRA induce al 20% de aumento en los salarios, y los gremios van a arrancar con demandas más parecidas a la inflación pasada. ¿Cuáles son las chances de que el número sea más parecido al primero y en simultáneo las clases arranquen? o ¿cuáles las chances para que el próximo año los agregados monetarios vuelvan a crecer a la mitad que el PIB nominal? Queda claro que una vez lanzada la inconsistencia fiscal, la consistencia monetaria sólo escala los costos de corto plazo (en términos de actividad y cuasifiscal), pero por sí sola no asegura la consistencia a mediano plazo.

En democracia, el manejo de la política económica requiere navegar entre dos equilibrios básicos, la consistencia de las políticas a largo plazo y la consistencia social. Y en los años electorales –cuando se puede– es esta última la que prima por sobre la primera. El zigzag (crecimiento en los años electorales impares, caída en los pares sin tendencia) que reflejó la economía desde 2011 cuando se acabó el excedente de dólares y el gobierno intentó administrar la escasez, se repite ahora. En 2016, el intento de ajustar derivó en una caída del PIB que va a terminar en la zona de 2,3% y una inflación de 40% (consistente con una moderación de la inflación que ya se evidencia desde julio y una moderación de la caída de la actividad a partir de agosto). En 2017, si el escenario externo se sostiene, y la política coordina a favor del corto plazo, la economía puede crecer 5% y la inflación reducirse a 23%. Este escenario incluye como supuesto que las paritarias se cierran en torno de 27% y el dólar sube hasta las elecciones 15% (22% respecto de los valores actuales). Esta combinación de precios permite una recuperación del salario real consistente con un aumento del consumo en torno del 3%, y un aumento en la inversión que lo triplica (apuntalada en la recuperación de la inversión pública luego del desplome de 2016). El desafío es que el zigzag logre transitar sobre una línea de tendencia que no descuide las señales a la inversión y más a mediano plazo la sustentabilidad del endeudamiento.