Con el resultado de las primarias como telón de fondo, en las últimas semanas el Gobierno intentó retomar la iniciativa política tomando como propia la agenda de la oposición. Agenda que lógicamente, en medio de la campaña, evita cualquier mención respecto a las correcciones necesarias de una economía que enfrenta atraso cambiario y tarifario, y se empeña en seguir proponiendo medidas pro consumo vía más gasto público y/o menores recursos.
La intención de maximizar el impacto de cortísimo plazo sobre el consumo con la reciente reforma en el impuesto a las Ganancias se reflejó en una estructura del tributo que vuelve a los saltos discretos del esquema de la Alianza, introduce distorsiones (por ejemplo con el hecho de que un individuo con un salario bruto de $14.900 termine cobrando en mano más que otro con un bruto de $15.100), inconsistencia dinámica hacia delante (ya que el mínimo no imponible se determina en base al sueldo pasado) y fundamentalmente no resuelve el problema de las escalas que es el que hace que las alícuotas de quienes están alcanzados sigan aumentando con la inflación. Pero más allá de estas inconsistencias propias del impuesto que deberán ser corregidas en el corto plazo, el Gobierno pareció dejar de lado el discurso de la “gobernabilidad” con el que inicialmente había contestado las propuestas fiscalmente expansivas de la oposición, y con el que parecía reconocer las inevitables restricciones de una economía que se pasó de largo en el consumo público y privado.
Ya sin margen para seguir subiendo la presión impositiva sobre el sector formal de la economía, y con el discurso del desendeudamiento todavía firme, el peso de cualquier medida fiscal expansiva termina recayendo sobre el balance del BCRA, vía un incremento en las necesidades de pesos del Tesoro con su consiguiente impacto sobre la tasa de inflación, la brecha cambiaria y/o la tasa de interés, contrarrestando en la segunda vuelta, aunque no en lo inmediato, el impacto inicial.
En este contexto, la apertura de la cuenta capital vuelve a sonar como una alternativa, aunque sólo permite encarar uno de los problemas del atraso cambiario (la escasez de dólares), sin solucionar las distorsiones de precios relativos y el deterioro en la competitividad de algunos sectores transables. La aceleración del ritmo de aumento del dólar oficial en los últimos meses (con una tasa en torno al 40% anualizado en el margen) va en línea con intentar moderar la pérdida de reservas en una coyuntura preelectoral donde cualquier intento de seguir cerrando el grifo cambiario tiene costos en términos políticos, pero, al hacerse de forma aislada respecto a las políticas fiscal y monetaria, se corre el riesgo de una mayor filtración a la tasa de inflación.
Es así como la sabana corta de las restricciones se siente en toda su plenitud una vez que la economía pasó del “sobrante estructural de dólares” a la “administración de la escasez”. Y es precisamente por este motivo que cualquier intento de corregir las distorsiones requiere inevitablemente un enfoque de equilibrio general y un alto grado de sintonía fina para minimizar los costos que necesariamente van a existir en el corto plazo sobre el consumo y el nivel de actividad.
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