Sabemos lo que falta, sabemos cómo hacerlo y el cambio recién empieza eran los slogan de campaña con los que ganó las elecciones la actual gestión. Y era lógico, los instrumentos de política que hasta entonces habían estado centrados en poner en marcha una economía en crisis debían dejar lugar a otros más finos en un escenario donde la economía se acercaba al pleno empleo de los factores productivos y se tornaba imprescindible avanzar hacia una agenda de desarrollo. Estas frases iban directo a satisfacer los intereses del grueso de la población, que a medida que se normalizaba la economía había ido reconfigurando sus demandas. El desempleo, que era una de las principales preocupaciones a principios de la década luego de la abrupta crisis de 2001, dejaba lugar a otros problemas como la inflación y la congestión (básicamente en sectores de servicios públicos, caminos, transporte, energía, etc.), en tanto el aumento en la presión tributaria que había financiado la brutal expansión del gasto público, sobre todo en el año electoral, empezaba a tener ciertos límites que se fueron corriendo gracias al extraordinario set de precios internacionales y la capacidad de seguir fondeando al sector público vía retenciones. Sin embargo, lejos de avanzarse en esta dirección, en línea con las demandas propias de una clase media que empezaba a avizorar la estabilidad de la economía como un activo que jamás duró más de una década, la nueva gestión siguió utilizando las mismas políticas que habían sido muy exitosas en los primeros años y que cada vez empezaban a tener más costos. Se ahondó en un discurso redistributivo, a pesar de que los costos en términos de inflación empezaban a limar las ventajas derivadas del crecimiento, evidenciando ya en 2007 impactos negativos en lo referido a los datos de pobreza y distribución del ingreso, que el INDEC se encargó de modificar. Lejos de apuntar a las causas de la inflación, se minimizó el problema a partir de una errónea lectura de que en una economía con superávit gemelos, la inflación es sólo la consecuencia de mercados concentrados y oligopólicos y que la solución estaba en un estricto control de precios y costos. Con esta visión se profundizaron los “acuerdos” y el uso de los subsidios para reducir la tasa de inflación derivada de una economía que crecía más rápido que sus posibilidades, en tanto se continuó con el manejo de las estadísticas en la medida en que las cifras de inflación, y luego crecimiento, empezaron a mostrar números inconvenientes a la gestión. Más aún, la profundización del discurso redistributivo en un contexto de aceleración de la inflación, volvió a poner en acción la carrera entre precios y salarios, que en un escenario con tipo de cambio tendiendo a semifijo asegura en algún momento problemas para el BCRA. El resultado de este manejo, en conjunto con una estrategia de gasto público que siguió creciendo bien por encima del PIB nominal, se tradujo en aumentos de la tasa de interés a la que se fondeaba el Gobierno, dejándolo afuera del mercado de crédito. Esto, sumado a la extensión de la crisis con el campo a partir de llevar la negociación a un ganar o ganar, terminó gatillando una salida de capitales y una mayor suba en las tasas de interés domésticas, con su consecuente impacto sobre la inversión y el consumo. Evidentemente, los mismos mecanismos de negociación que fueron exitosos en términos de imagen de la gestión presidencial en el manejo con el FMI y los fondos buitres, no tuvieron los mismos resultados cuando del otro lado del mostrador estaban la Federación Agraria y la Sociedad Rural, aglutinadas detrás de la mesa de enlace y apoyados por los pueblos del interior que habían sido hasta entonces beneficiarios directos del ciclo económico. Ahora bien, el objetivo de inclusión per se es loable en un país donde evidentemente todavía hay casi un 30% de la población viviendo por debajo de la línea de la pobreza. Pero trabajar en esta dirección no debe desatender la sustentabilidad del crecimiento, algo indispensable para que lo logrado en términos de inclusión sea duradero. En este sentido, no asegurar la estabilidad frente a la oportunidad que brinda el escenario internacional y potenciar el conflicto no parecieran ser las señales correctas a la oferta en una economía que debe aprender a manejarse con una tasa de rentabilidad más acotada a medida que las ventajas cambiarias se vayan diluyendo, tanto más rápido con esta tasa de inflación. En este contexto, un redefinición de los objetivos e instrumentos de política se hace imprescindible para aprovechar la extraordinaria oportunidad, que a pesar de la corrección reciente de los precios de los commodities, todavía nos brinda el actual escenario internacional. *Economistas – Estudio Bein & Asociados |