Así como el intento de estabilización en el arranque del Gobierno de Alberto Fernández voló por los aires con la pandemia, el esquema de negociación de la deuda sin un acuerdo con el FMI pareciera que una vez más se vuelve a dilatar.
Las últimas declaraciones de la Directora Gerente del FMI sostienen “que se necesitan dos para un tango” y que todavía no están cerca de un acuerdo más allá de la voluntad del organismo de hacer su parte para alcanzarlo. En tanto, las declaraciones del propio ministro de Economía corrieron de nuevo la cancha de un acuerdo que en noviembre era inminente con la misión viniendo de urgencia a la Argentina, en diciembre sostenía que sería para marzo/abril después de la asunción de Joe Biden y ahora pasa a mayo cuando vencen US$ 2.400 millones del Club de París. Y, en simultáneo, el propio representante del país en el organismo avisa que, si no es en mayo, tampoco es tan grave.
El salario real volvió a caer 3% en 2020, aunque con una enorme dispersión entre sectores más y menos afectados por la pandemia. De hecho, muchos sindicatos negociaron bajas nominales transitorias en plena cuarentena.
Desde 2017, el salario real acumula una caída de 23% en términos reales, 57% en dólares oficiales y 75% cuando se considera en dólares brecha. El problema no es la competitividad del peso, el problema es la brecha y, obviamente, los problemas de competitividad sistémica del país, pero no el costo salarial.
Al mismo tiempo, la enorme dispersión de precios a lo largo de 2020, con subas en torno al 100% en bienes dolarizados (incluyendo bienes finales e insumos de uso difundido), cercanas al 0% en servicios regulados y a 20% en bienes controlados, presiona al alza la inflación y agudiza una puja distributiva que el Gobierno pretende coordinar con un “acuerdo de precios y salarios” que en los hechos pretende mantener pisados los precios regulados y controlados, con “acuerdos”, los otros.
En un contexto donde, además, incide la aceleración en la devaluación del dólar oficial, la disparada en la brecha cambiaria de septiembre/octubre pasado y la propia dinámica de la demanda de alimentos global y su impacto sobre los precios de los commodities. Dinámicas que pusieron la inflación en el margen en la zona del 60% anualizado (4% en diciembre y enero y una proyección para febrero en torno al 3%).
El mandato para que el salario le gane a la inflación en el año electoral arranca con desventaja frente a estas distorsiones. De momento, el número de 30% para las paritarias contribuye a anclar los precios, aunque todas incluyen una cláusula de revisión en algún momento del segundo semestre.
En el medio una serie de decisiones para seguir anclando los precios rezagados que van abriendo sobre la marcha cada vez nuevos frentes de conflicto: con las telecomunicaciones, las prepagas (y los sindicatos que derivan aportes), las tarifas de servicios públicos, el campo y la industria de alimentos. Frentes que, de momento, el Gobierno viene manejando con avances y retrocesos para que no termine por escalar el conflicto evitando una nueva “125” y mantener la coalición unida.
La amenaza de retenciones duró apenas un fin de semana, lo mismo que la prohibición de exportar maíz. Es que con una brecha cambiaria en torno al 70%, los niveles actuales de retenciones tienden a ser confiscatorios y subirlos, una provocación. Además, el campo sabe que puede paralizar la comercialización de la cosecha y presionar al BCRA en un contexto donde la intervención en la brecha cambiaria depende directamente del flujo de dólares en una economía casi sin reservas netas (sólo US$ 2.300 millones). Es un juego de gallinas donde, de momento, el Gobierno presiona y afloja.
Lo que busca el Gobierno es un esquema privado que desacople los precios locales de los internacionales, como el fideicomiso que crearon las aceiteras. La diferencia es que el aceite de soja prácticamente no se consume localmente y el fee recaudado funciona como un subsidio cruzado. En el caso de otras exportaciones de alimentos, la participación de las exportaciones en la oferta es sensiblemente menor. El acuerdo para abastecer de cortes populares a la demanda alcanza a sólo 3,4% de la oferta. Y en ningún caso mira adentro de la estructura de costos ni de la logística.
El flamante anuncio de esta semana de frenar la devaluación del dólar oficial a un ritmo promedio de 1,3% (dólar de $102,5 en diciembre), menos de un tercio del ritmo al cual se movían hasta ahora el dólar oficial y la inflación, corre el serio riesgo de coordinar una aceleración de la brecha cambiaria. Sobre todo, si la tasa de interés no se ajusta al alza y literalmente se financia la compra de dólares MEP o de CCL con caución.
Si el BCRA puede comprar dólares en el MULC sin pisar de más las importaciones y sin generarse una disrupción financiera por el intento forzado de refinanciar la deuda de provincias y empresas, tiene algún margen para seguir interviniendo en la brecha cambiaria.
De momento, esta está en alguna medida desacoplada de los precios de los bonos en dólares, que siguen derrumbándose, en un contexto donde a las idas y vueltas de la política económica se suma ahora una corrección más agresiva de la tasa de EE.UU., con la de 10 años en 1,30 al cierre de esta nota. En cualquier caso, el esquema es en exceso cortoplacista y aún si llega a octubre, va a requerir un cambio después.
A diferencia del cepo anterior, donde el “estabilizador” eran los dólares en las reservas, esta vez dependemos de los dólares del “flujo” para que no se desestabilice. Y los dólares del flujo dependen de la suerte (el precio de la soja y/o los DEGs del FMI), del riesgo de inconsistencia nominal que puedan generar entre el manejo del dólar y la tasa de interés y, fundamentalmente, de que no se coordine un conflicto que postergue la salida de la cosecha. El camino a octubre no va a ser lineal.