El debate que se suscitó con el envío al Congreso del proyecto de reforma de la Carta Orgánica del BCRA y de la Ley de Convertibilidad no es nuevo. El sesgo de la política monetaria, entendida esta como “administración de riesgos macroeconómicos”, queda definido por la relevancia que otorga un banco central a cada uno de éstos, entre los que se destacan la promoción del empleo y del nivel de actividad, el control de la inflación y la estabilidad del sistema financiero. Asimismo, y aunque la discusión en la academia es intensa, los objetivos efectivamente elegidos por cada banco central terminan, en última instancia, vinculados tanto a su propia historia como al espacio que ocupa cada país en la economía mundial.
En este sentido, no es casual que el Banco Central Europeo, fuertemente influenciado por una Alemania que no olvida la hiperinflación de los años 20, mantenga un objetivo casi excluyente de estabilidad de precios. Tampoco lo es que la Fed de EE.UU., país que no sufrió la hiperinflación, que emite el principal medio de pago y reserva de valor mundial, apunte a un objetivo tripartito de crecimiento, control de la inflación y estabilidad del sistema financiero. Sin embargo, cuando esta última está en riesgo, y cuando la reputación lo permite, tarde o temprano, los bancos centrales terminan dejando a un lado el objetivo de mantener la moneda escasa e inyectando la liquidez que sea necesaria para evitar el efecto dominó que tendría sobre la economía la caída de los bancos. Lo que la Fed hizo en 2008, el Banco Central Europeo terminó haciéndolo en diciembre pasado, cuando creo la línea de liquidez a tres años para inyectar liquidez al sistema financiero.
Hacia principios de la década de 1980, con una inflación que había tocado el 15% anual en EE.UU., la Fed llevó la tasa de referencia a casi 20%, logrando estabilizar la dinámica de precios, aunque con un elevadísimo costo en términos de actividad y empleo, además de gatillar la “década perdida” en America Latina. El default y la financiación directa al tesoro de los bancos centrales pasaron a ser la norma en la región. Estos procesos culminaron, en más de un caso, en estallidos hiperinflacionarios. Fue a partir de estos episodios, más por necesidad que por elección, que la escasez de moneda se convirtió en un activo valorado en nuestra región.
En Argentina, a principios de los 90 el Austral ya no tenía capacidad para cumplir con las funciones de medio de pago, reserva de valor y unidad de cuenta. En ese entonces, resultaba imperioso recuperar estas funciones, y el camino elegido fue la Convertibilidad. Este esquema cumplió aquel objetivo, aunque la paridad con la que arrancó, la inercia inflacionaria y la falta de coordinación con el resto de las políticas, junto a la dolarización de facto de la economía, determinaron que los beneficios iniciales fueran esfumándose, conduciendo a su colapso final en diciembre de 2001, cuando el crédito internacional se cortó.
Es cierto que el rol del BCRA no siempre fue el control de la inflación. El organismo fue creado en 1935, tras la peor crisis internacional que el país había atravesado, y donde habían quedado evidenciadas en toda su magnitud las restricciones del sector externo. Por ello, el principal rol del banco en sus inicios, además de la regulación del crédito y la oferta monetaria, fue la administración de las divisas y la política cambiaria, intentando moderar el impacto de los cuellos de botella que se iban presentando en el balance de pagos. Y también es cierto que el margen de maniobra que tiene el BCRA hoy se origina, en gran medida, en la recuperación de la ilusión monetaria generada por la estabilidad de precios de los 90 (de hecho, la prohibición de indexar sigue en pie en la reforma que hoy debate el Congreso).
A diferencia de los países vecinos Argentina optó por un modelo que evitó la apreciación nominal del peso a costa de una mayor inflación. Mientras el fisco contribuía a esterilizar con superávit los pesos emitidos para sostener la paridad cambiaria, el modelo era consistente. Incluso cuando se perdió el superávit fiscal y se recurrió a ampliar el financiamiento del BCRA, este esquema podía ser defendible dado que los dólares de las reservas que se usaban para cancelar deuda (que pagaba tasas mucho más elevadas que las que devengaban las reservas) eran repuestos por el superávit de cuenta corriente. Esto último ocurrió en 2010, aunque ya no en 2011, cuando disminuyó el superávit de cuenta corriente y se aceleró la salida de capitales, situación que agotó las reservas de libre disponibilidad según la definición previa a la reforma. Hoy, la deuda que flota en el mercado se ubica por debajo de 14% del PIB, por lo que seguir usando reservas para pagar vencimientos de capital no parece la mejor opción.
Entendemos que el Gobierno tiene claro que no puede perder las reservas. Y si bien los métodos utilizados no son inocuos en términos de crecimiento potencial, tampoco implican necesariamente una crisis de corto. Más aún, esta coyuntura de controles de cambio y uso de reservas permitió que, tras el anuncio, aumentaran los precios de la deuda en dólares sin una devaluación agresiva de la moneda.
En este sentido, y si bien consideramos que la reforma no va a generar ninguna crisis en el corto plazo, también creemos que no se trata necesariamente de un mecanismo que ayude a recrear un mercado de crédito en nuestro país, indispensable para canalizar el ahorro interno a la inversión, y ubicar al país en un sendero de desarrollo sustentable.
*Analista de Estudio Bein & Asociados.