Como paradoja del destino, o quizá como estrategia comercial fallida, la semana previa a las elecciones estuvo en cartel la película italiana La hora del cambio. La película trata sobre la experiencia de un nuevo alcalde que viene de fuera de la política y destrona con un amplio apoyo popular al alcalde deshonesto, símbolo de la vieja política, con el eslogan “Cambiemos”.
Si bien no deja de ser una comedia de enredos, el festejo dura muy poco, y en cuanto los cambios prometidos arrancan, los ciudadanos mismos, “afectados” por “el cambio”, reaccionan. Entre otros, el cura se enoja porque no quiere pagar impuestos; el trapito,por no poder cobrar por el estacionamiento; la vecina, porque no puede estacionar en la calle; los policías lloran porque tienen que hacer multas por primera vez; los empleados municipales, porque tienen que trabajar; el dueño del bar (cuñado del flamante alcalde), porque no consigue la autorización que esperaba para ampliar el local; el dueño de la fábrica, porque se la clausuran al no estar dispuesto a hacer la inversión para tratar los afluentes que contaminaban groseramente el mar, y sus empleados, porque pierden el trabajo. La reacción escala y el propio cura organiza en la iglesia una reunión para ponerle un freno “al cambio” a la que acuden todos y, con excepción de un ciudadano que ve que la ciudad estaba “muy linda” (de hecho, en las imágenes después del “cambio”, más que Italia del sur parecía Suiza), organizan un complot.
La película termina cuando, en medio de la revuelta popular, el flamante alcalde caído en desgracia arenga al pueblo y explica que cambiar implica “cambiar todos y no que cambie solo el otro”. El discurso es conmovedor y no corresponde contar el final de la historia; cada uno puede imaginarlo según sus creencias respecto de la viabilidad del cambio cultural o directamente puede conseguir la película para conocer las creencias del director.
Pero, más allá del grotesco, la alegoría viene a cuento de lo complicado de la agenda del cambio. Y un detalle no menor, Cambiemos había ganado en el ballottage por menos de tres puntos y no contaba con mayorías en el Congreso, por lo cual “el cambio” requería acuerdos. Y, al menos a mi entender, las demandas de la sociedad apuntaban a un cambio en los modales después de los últimos años del kirchnerismo, y en todo caso poder comprar dólares oficiales, que baje la inflación y que se acabe la corrupción, no un cambio regresivo en la distribución del ingreso.
Es que, en el fondo, corregir el déficit fiscal bajando impuestos, aumentar la productividad y cambiar los precios relativos para devolverles rentabilidad a los sectores que generan dólares (agro/agroindustria, minería, economías regionales, turismo receptivo) y/o que ahorran dólares (energía y combustibles), condición necesaria para impulsar sus inversiones, reducir el desequilibrio de la cuenta corriente externa y hacer sustentable el endeudamiento, implica en los hechos un cambio en la distribución del ingreso. La novedad respecto de la salida de otras experiencias populistas es que esta vez la reducida deuda de partida y un mundo de tasas bajas permitían hacer el cambio en forma gradual y no de shock.
A fin de cuentas, el atraso tarifario a fines de 2015 era equivalente, según nuestras estimaciones, al 20% del salario real y al 20% del tipo de cambio real. O, dicho de otro modo, aumentar las tarifas igual que lo hizo el resto de los precios entre 2001 y 2015 (manteniendo estables los demás precios y los salarios), hubiera producido una caída inmediata del 20% en la capacidad de compra de los salarios y un aumento inmediato del 20% en los costos promedio de la economía. Al mismo tiempo, subir las tarifas y bajar la inflación solo con tasa de interés, frente a la inercia inflacionaria estimulada por la suba en las tarifas, generaba un atraso cambiario que, si bien ayudaba a frenar la inercia, daba marcha atrás con el intento original de darles competitividad a los sectores generadores o ahorradores de dólares. De hecho, las tarifas subieron en promedio 70% en dólares desde fines de 2015 (mientras el salario y los precios de los bienes en dólares cayeron solo 10%) y hoy todavía se ubican 44% por debajo de los niveles de 2001.
Pero dejando de lado el voluntarismo y los errores del primer año, y la necesidad de reencauzar la agenda política en 2017 con mucha ayuda del crédito dirigido desde julio (a fin de cuentas, “el mercado” del que depende el financiamiento de las brechas fiscal y externa miraba el resultado de las elecciones como viabilidad “del cambio”), el programa económico después de octubre muestra un interesante intento de corregir más agresivamente manejando la gobernabilidad en un año no electoral. La agenda incluye cuatro puntos no explicitados como un plan: 1) ajuste fiscal bastante agresivo, consistente con la meta de 3,2% del PBI en un año sin recursos del blanqueo, incluyendo el acuerdo con gobernadores que permitió pasar (no sin costos) por el Congreso la reforma tributaria y previsional y fuertes aumentos en tarifas; 2) ancla salarial y algo de apertura de la economía (agenda no sencilla cuando en simultáneo Estados Unidos arranca la agenda opuesta e inicia una guerra comercial); 3) shock de infraestructura y agenda para mejorar la competitividad vía baja de costos (ley de ART, baja gradual de impuestos distorsivos, baja del costo financiero del país, baja de los costos de la logística, intento de abaratar los precios de los bienes, simplificación de la burocracia), y 4) equilibrio dólar-tasa distinto y consistente con un dólar más competitivo y una tasa de interés más baja consistente con un reconocimiento de la inviabilidad de las metas originales de inflación.
Pero la agenda no es lineal, el equilibrio dólar-tasa distinto no es el mismo si se coordina salida de capitales y, al mismo tiempo, si la inflación se acelera y el intento de mantener la competitividad cambiaria alcanzada termina escalando ambas variables. El ancla salarial está en pleno desarrollo, donde luce una negociación claramente agresiva en el sector público (con la paritaria docente en la provincia de Buenos Aires en el centro del conflicto) y una negociación más laxa en el sector privado, apelando a que la situación de cada sector va a poner el límite a los acuerdos y también al uso de instrumentos “idiosincráticos” en las negociaciones con sindicalistas.
En este contexto, la política económica recibe críticas por izquierda (por ajustar) y por derecha (por ser gradual en el ajuste, aunque paradójicamente esta última también se preocupa por los costos del ajuste en términos de imagen del Gobierno y reacciona cuando el ajuste implica afectar su propio balance). Al igual que en la película, todos están de acuerdo en que el ajuste lo haga el otro.
Frente a estas críticas, el Presidente habla del crecimiento invisible y, a diferencia del alcalde de la película, arenga a los funcionarios a mostrar los números que confirman que “lo peor ya pasó y que la inflación empieza a descender”. Más allá del arrastre estadístico que reflejan los datos de enero y febrero, no luce el horizonte de corto plazo con tarifas que van a seguir impactando sobre la inflación y los bolsillos y con un movimiento cambiario que empieza a filtrarse a precios y pone en discusión el ancla salarial. Es cierto que Brasil empieza a ayudar y el crédito interno no se frenó, pero también es cierto que la sequía complica y no poco, sobre todo en el segundo trimestre, y además el financiamiento del país se encareció en un mundo un poco más hostil. La inversión en infraestructura y sectores que recibieron precio tracciona, pero no alcanza para compensar la moderación esperable del consumo.
Difícilmente la economía se acelere en el primer trimestre respecto del cuarto de 2017 y probablemente caiga en el segundo respecto del primero, dinámica que sin crisis ayuda a moderar el deterioro del enorme déficit externo. La historia del año otra vez va a depender del segundo semestre y de la capacidad y/o decisión de amortiguar los impactos del ajuste a medida que arranque de nuevo la carrera electoral. Balancear entre sustentabilidad y gobernabilidad no es fácil y ciertamente es más fácil ser “plateísta” que estar en la gestión.