Estrategias en el sendero correcto que necesitan del acuerdo de la sociedad

El gobierno anterior desaprovechó la oportunidad para construir una moneda en un mundo con un dólar débil y precios de commodities altos, y abusó del ancla cambiaria y tarifaria para manejar una inercia inflacionaria que desde 2007 se ubicó por encima del 20% anual.

Mientras a la economía le sobraban dólares, esta trayectoria en combinación con salarios que año a año le ganaban a la inflación, permitió una sensación de bienestar que se vio reflejada en un aumento inédito del consumo y en un salto en las importaciones que terminaron reavivando a partir de 2011 la restricción externa. Situación que estancó la economía y la mejora del salario real con el particular comportamiento en zigzag que ambas variables mostraron desde entonces. Esto se dio en conjunto con la reaparición del déficit fiscal en 2009 vis a vis un salto extraordinario en el gasto público consolidado que sin contar intereses pasó de 25% en promedio entre 1961-2001 a uno de 41% en 2015, del cual una tercera parte estaba conformado por transferencias a las familias directas (jubilaciones y planes sociales indexados por ley al pasado) e indirectas (subsidios a las tarifas); y con un salto en la presión impositiva que pasó en el mismo lapso de 19% del PIB a uno del 34% del PIB al final del gobierno anterior.

Pero, si bien el populismo dejó de ser “sustentable” cuando se agotaron los dólares comerciales en 2011, el esquema de administración de la escasez con financiamiento monetario, cepo cambiario y controles de precios, permitió postergar la corrección y patear la pelota para la administración siguiente.

La distribución del ingreso que había dejado el gobierno anterior no era sostenible.

No era sostenible la resolución de la típica puja distributiva entre el capital y el trabajo, con una masa salarial que había vuelto a llevarse el 50% del ingreso disponible reeditando el slogan del “fifty fifty” del peronismo, y que pretendía seguir haciéndolo con paritarias que intentaban mantener el status quo.

No era sostenible la inédita presión impositiva que escalaba a partir del no ajuste por inflación impositivo recreando la puja distributiva entre el sector público y el privado.

No era sostenible la disputa creciente entre la Nación, la Provincia de Buenos Aires y el resto de las provincias, donde la licuación del Fondo del Conurbano financió al resto de las provincias. Situación que convivió con una Corte Suprema que devolvió a las provincias los fondos que éstas habían cedido en los 90 para financiar el esquema previsional que, como contracara de la moratoria y la incorporación de 3,5 millones de jubilados sin aportes, volvía a ser deficitario.

Finalmente, tampoco era sostenible una disputa entre sectores donde la transferencia de ingresos desde los sectores generadores de dólares (los transables y la energía) a los no transables (los asociados al mercado interno cada vez más protegido) había escalado hasta niveles insostenibles. A fines de 2015 la economía convivía con atraso cambiario y brecha del 50%, altas retenciones a la exportación y tarifas energéticas que en dólares eran 67% más bajas que en 2001, con un barril de petróleo cinco veces más caro.

La herencia positiva del kirchnerismo era una economía desendeudada, y fue precisamente esta situación la que en un mundo muy líquido permitió al gobierno actual elegir el camino gradual con distintas intensidades: muy agresivo en lo tarifario, en la baja de impuestos a las exportaciones y en la apertura de la cuenta capital, y nada agresivo en lo fiscal ya que la baja de impuestos con devolución de fondos a las provincias y el manejo del gasto para moderar el conflicto distributivo que generaba el intento de corregir la distorsión de precios derivaron en un aumento de la brecha fiscal antes y, todavía más, después de intereses.

Camino gradual que terminó chocando contra su propia inviabilidad una vez que el crédito externo se cortó en 2018 y la economía, no solo estaba endeudada en dólares sino que además como contracara de un intento grotesco de poner la inflación en una meta exageradamente optimista dada la inercia y la también grotesca agenda de llevar las tarifas a los marcos regulatorios de los 90, había duplicado los pasivos remunerados del BCRA, y requería una tasa de interés cada vez más alta para sostener la demanda de pesos. Situación que, a pesar del salvataje del FMI, rompió hacia abajo el zigzag que desde 2011 dibujaba el estancamiento, reflejándose en un desplome del PIB (-5% i.a. en febrero) y a un nuevo salto en la inflación (56% interanual en abril) en medio de un proceso de incertidumbre electoral creciente que se refleja en un derrumbe de los precios activos locales.

Como contracara del shock, la economía ajusta, pero la escalada distributiva con matices sigue presente, y la indexación del gasto previsional hace que la devaluación no sea fiscal. Estamos en una situación donde las distorsiones de partida requieren una visión integral que combine consistencia fiscal y monetaria asequible en democracia. Pero fundamentalmente la capacidad de generar acuerdos que rompan la indexación contractual ya no solo del gasto público sino de un número creciente de contratos en el sector privado, incluyendo los energéticos. Romper una indexación cada vez más corta y que además sigue siendo despareja (no todos los precios aumentan todos los meses) no es sencillo y requiere que algunos sectores estén dispuestos a perder en la repartija.

El uso del consenso en boca del Gobierno, y del Pacto Social de Gelbard en boca de la ex presidenta, van en el sentido correcto; sin acuerdos amplios que incluyan además de los sindicatos y los empresarios, a los gobernadores, la Corte Suprema de Justicia y al Congreso, no hay salida. Sin embargo, parecen más estrategias de campaña que un real intento de empezar a encarrilar los desatinos de los últimos años.