La necesidad de una pol. econ. para el desarrollo

La evidente aceleración de la inflación puso nuevamente sobre la mesa de discusión las bondades y desventajas de la estrategia de política económica adoptada. Lo paradójico es que las críticas ya no provienen sólo de quienes hubieran adoptado otra estrategia monetaria y cambiaria, más parecida a la de Brasil o Colombia, o incluso China en el último año, en un contexto donde el dólar se devalúa en el mundo; sino también del lado de quienes defendimos desde el inicio una estrategia de tipo de cambio alto como mecanismo para sacar a la economía del desempleo y al mismo tiempo recomponer rápidamente la situación fiscal vía retenciones, objetivos cumplidos exitosamente entre 2002 y 2006.Hoy la discusión es otra. La economía está cerca del pleno empleo, la puja por la distribución del ingreso se aceleró impulsada por un gasto público que se duplicó en dos años (aumento equivalente a 5 p.p. del PIB) y lejos de alcanzar un crecimiento nominal  descendente compatible con una trayectoria suavizada de apreciación hacia un tipo de cambio real “alto ma non troppo”, potencia la reducción del colchón cambiario que hoy existe sólo gracias a la caída del dólar en el mundo. A este escenario hay que adicionar la trayectoria de los precios internacionales, una excelente noticia para Argentina (dado que permite estirar en el tiempo el cierre del superávit de las cuentas externas y ayudar, vía retenciones, a aumentar la presión tributaria necesaria para enfrentar el nuevo nivel de gasto), pero que al mismo tiempo incide presionando sobre los precios locales de los alimentos y los combustibles. Es decir, a los 8-9 p.p. de inflación propia del modelo derivada del ajuste del tipo de cambio vía precios, hubo que adicionar en 2007, y en principio también en 2008, otros 5-6 p.p. provenientes de la trayectoria de los precios de los commodities. Los restantes 5-7 p.p. son la resultante de la política adoptada de pisar el acelerador del gasto a fondo en un año electoral como 2007 y que hoy resulta difícil corregir. Juntas, constituyen las tres patas del ritmo inflacionario del 20% anual que vivimos. Advierto con preocupación que el debate de estos días entre los economistas sobre el tipo de cambio real competitivo a largo plazo se ha tornado improductivo y carente de parámetros: en primer lugar, el sostenimiento de un tipo de cambio alto fuera del equilibrio de corto plazo es una estrategia apropiada por las señales que emite hacia la producción nacional, pero requiere de un manejo muy preciso de herramientas heterodoxas que limiten el libre flujo de los capitales financieros, y simultáneamente de una estrategia fiscal muy prudente que reduzca su dependencia y al mismo tiempo ayude al Banco Central en la política de esterilización monetaria.  En segundo lugar, la discusión respecto al tipo de cambio no puede hacerse en abstracto y sin hablar de números. Es evidente que un tipo de cambio real muy alto y estable es una imposibilidad lógica –cuanto más alto al inicio del proceso, evidentemente más difícil de sostener-, por lo que entran en juego dos preguntas: ¿cuál es el desvío razonable? y, analizando con un criterio de consistencia de mediano plazo, ¿cuál es la trayectoria factible de manejar? Vale la pena recordar, a la hora de medir los éxitos, que siempre en economía hay un nivel lo suficientemente bajo de salarios que nos transporta de inmediato al pleno empleo, y es lógico que, en la medida en que se cierra la brecha, aparezca una presión a la apreciación de la moneda vía recuperación del salario en dólares. Esto, salvo que primen métodos autoritarios o que se esté pensando en un nuevo salto devaluatorio para volver a darle aire al modelo, con los consecuentes costos en términos de aceleración inflacionaria -mucho mayores que los de 2002, teniendo en cuenta que hoy la economía está cerca del pleno empleo y la propia inflación en un escalón más alto-.  Es evidente que la tasa de crecimiento de largo plazo requiere de inversiones que no estén basadas únicamente en una tasa de rentabilidad exorbitante derivada de salarios deprimidos. Y esto es así básicamente porque quien toma las decisiones evalúa no sólo la foto inicial sino también la permanencia de la ecuación durante el desarrollo de la película. Es decir, siempre se tienen en cuenta los tiempos de maduración de los proyectos de inversión, que son generalmente más largos que el horizonte de la ventaja cambiaria inicial. Aquí entra en juego la comparación con los 90, cuando los altos costos internos derivados de la baja paridad cambiaria adoptada en un modelo que fue exitoso en moderar la tasa de inflación y romper de raíz con la indexación de la economía, eran sólo compatibles con “instituciones” que atraían el financiamiento del resto del mundo, en un escenario interno de potencial insolvencia fiscal y externa. Sin entrar en la discusión sobre las formas que tomó la adopción de algunos consensos en la Argentina de los 90 (privatizaciones, desregulación, apertura comercial, liberalización financiera, privatización del régimen de pensiones, etc.), es evidente que la expansión de la economía en esos años se financió con ahorro externo, el mismo que desapareció el día en que las finanzas internacionales y locales dejaron de acompañar. Así, la falta de herramientas ante la rigidez del modelo terminó resultando costosísima para el país. El modelo actual, en el afán por corregir los aspectos indeseados del modelo anterior, se definió exactamente por los opuestos: súper rentabilidad empresaria para la producción local derivada de salarios inicialmente deprimidos con la mega devaluación y un freno a los capitales financieros como mecanismo para evitar la apreciación de la moneda. Hoy, a seis años de su inicio, aparece su principal contradicción: la de persistir en el intento por mejorar la distribución del ingreso evitando al mismo tiempo la apreciación del tipo de cambio, mientras la economía se arrima al pleno empleo y el crecimiento, vía una mayor utilización de los factores productivos –capital y trabajo-, alcanza un techo. El modelo vigente en los 90 explotó de la peor manera, en medio de una situación financiera internacional adversa y un déficit fiscal persistente resistido con un redoblamiento desde el gobierno de las apuestas para sostener la paridad cambiaria. El modelo actual, a su vez, está llegando a cumplir sus objetivos de pleno empleo, acompañado por un contexto internacional favorable para estas latitudes, superávit fiscal y un nivel de endeudamiento manejable. Evidentemente, la estrategia utilizada hasta ahora empieza a perder fuerza en la medida en que se acrecienta la puja distributiva y en tanto el clima de negocios cauteloso -generado a partir del intento por frenar la trayectoria de los precios vía controles y prohibiciones- no contribuye a movilizar la tasa de inversión necesaria para empezar a transitar el puente que nos transporte del pleno empleo al desarrollo. Aprendimos de los 90 que un tipo de cambio real atrasado y los consecuentes déficit externo y fiscal no son financiables para siempre. Y estamos aprendiendo en los ´00 que un tipo de cambio real súper alto nos transporta al pleno empleo, momento a partir del cual los intentos por defender su persistencia aceleran la puja distributiva y la inflación, generando por estas dos vías las condiciones para un ulterior freno brusco a la expansión. Es hora de diseñar una nueva política económica que, aprendiendo de la experiencia pasada y presente, se proponga un balance virtuoso entre las necesidades de corto y largo plazo que nos permita recortar en los próximos veinte años la distancia económica y social que nos separa de Australia. Evidentemente, el salto de productividad necesario a partir del pleno empleo sólo podrá provenir de un flujo permanente de inversiones que no se podrá sostener únicamente con una gran ventaja cambiaria y salarios deprimidos. Distinto desafío y distinta agenda, en un escenario internacional que, a diferencia de otras veces, nos brinda la oportunidad para intentarlo.  * Economista y Director de Estudio Bein & Asociados