Más allá del ruido que generan los anuncios del envío al Congreso de un proyecto de ley para intentar sortear el fallo del juez Griesa (remoción del BoNY, cambio voluntario de la jurisdicción de pago y reapertura del canje con el agregado de depositar los fondos en una cuenta especial), ninguna de las medidas tiene chances a priori de modificar definitivamente la situación actual de default, ni tampoco elimina las posibilidades de encontrar un acuerdo de pago que cierre definitivamente el tema holdouts y permita concluir con la agenda al crédito iniciada en octubre pasado.
Un endurecimiento en la retórica y en las acciones resulta por un lado lógico, dado que, mientras la cláusula RUFO impide la negociación, brinda dividendos en términos de política interna e incrementa los incentivos a negociar para los fondos buitre, dado que el precio que estos pongan al juicio es en última instancia inversamente proporcional al riesgo de no cobro en 2015.
Pero al mismo tiempo aumenta el costo del default dado que agrega incertidumbre a la lectura del mercado respecto al real accionar del Gobierno en enero sin el condicionamiento de la RUFO. Dicho de otra forma, si bien los ruidos son evidentes, este intento (aun suponiendo que tenga éxito en sortear al Congreso y en superar las complejidades no menores de implementación) no resulta disruptivo en lo inmediato y no excluye definitivamente la posibilidad de un acuerdo, sobre todo considerando que el desacato con la justicia estadounidense (el juez Griesa podría dar alguna señal en la audiencia pactada para hoy), si bien no es catastrófico, evidentemente no está exento de costos.
Esto en un contexto donde los incentivos a continuar en la agenda del crédito para el Gobierno se mantienen, dado que el ingreso de dólares por la cuenta financiera es, en el corto plazo, el único mecanismo para impulsar algo el nivel de actividad y moderar la inflación en el margen. De no avanzarse en la senda del crédito, las medidas expansivas de gasto fondeadas con financiamiento monetario del BCRA terminarían incrementando la presión sobre el mercado cambiario (dólar, tasa de intereses de pesos y brecha), y en última instancia la escasez de dólares volvería a convertirse en la limitante del crecimiento de la economía. La emisión de pesos para financiar consumo terminaría requiriendo mayores importaciones dado el alto componente importado de la matriz productiva argentina y aumenta la presión cambiaria al impactar sobre la brecha.
Cualquier reacción de la política frente a esto tiene costos: Subir la tasa de interés o aplicar restricciones cuantitativas a las importaciones termina compensando los efectos positivos de las medidas expansivas sobre la demanda agregada, mientras que “ignorar” la mayor presión cambiaria termina impactando en última instancia sobre las reservas, incrementando nuevamente la presión sobre las reservas y trasladándose a una mayor expectativa de devaluación hacia adelante, tal cual ocurrió en el segundo semestre de 2013.
De todos modos, es evidente que cualquier resolución en el sentido de un acuerdo o el desacato con la justicia de EE.UU. va a depender, en última instancia, de una definición de política en un “juego” donde los incentivos son dinámicos y donde el propio mercado podría ser el que termine, vía el canal de transmisión de los precios de los activos locales, inclinando a la política en un sentido u otro.