Los costos del zig-zag

Las señales de moderación fiscal que comenzaban a aparecer luego del salto del déficit de los meses de marzo-mayo pasaron desapercibidas a medida entraron en escena decisiones que podríamos caracterizar como “disruptivas”.

Gran parte de la señal fiscal consistió en una mayor preocupación sobre el manejo del “gasto Covid”, con la desarticulación del IFE que se pagó cada dos meses, la reducción del gasto ATP y el “sinceramiento” de que el déficit y el financiamiento monetario hasta fines de 2020 serían menores al incluido en el Presupuesto.

En efecto, el anuncio del 2 de noviembre de que no pedirían más adelantos transitorios al BCRA (solo utilidades) y el tope de 10% de financiamiento en el mercado por sobre los vencimientos, implicó un techo al déficit fiscal de este ejercicio. De esta manera, el déficit en 2020 ya no se encontraría en torno al 8,2% del PIB, como se anunció en el presupuesto, sino en un número cercano al 7% del PIB. Algo que era razonable ya que con un déficit acumulado de 5,2% hasta octubre se requería una tendencia marcadamente divergente entre ingresos y gastos que no se condice con la dinámica fiscal a medida que se fue levantando la cuarentena.

Con las medidas disruptivas y la no aparición de señales de prudencia complementarias, estos efectos positivos fueron diluyéndose hasta alcanzar el estadio actual. Si bien la caída en las reservas puede estar presentando cierta moderación (donde el pago a organismos internacionales en el corto agregó cierta presión), la dinámica negativa continúa.

La brecha cambiaria sigue alineando perversamente los incentivos de tal manera que resulta en una merma en las reservas del Banco Central desde el frente comercial. Los últimos números correspondientes al mes de octubre continúan reflejando el fuerte incentivo a reducir la oferta de dólares proveniente de las exportaciones y aumentar la demanda de dólares para el pago de importaciones.

A este contexto se sumó la presentación de la nueva fórmula de indexación jubilatoria, que en un contexto de arraigada incertidumbre sobre la nominalidad futura (tanto en las expectativas del mercado como la nominalidad implícita en los bonos) puede afectar la credibilidad del programa de mediano plazo.  Al mismo tiempo y ante la falta de apetito por activos locales de tasa fija, la colocación de deuda indexada (a la inflación o al dólar) aumenta progresivamente su participación en el total y la exposición de la economía.

Esto agrega factores de riesgo en caso de una aceleración inflacionaria o una devaluación, lo que disminuye los márgenes de acción en cuanto al manejo de disyuntivas y la distribución de costos. Encarar un proceso de desinflación con un programa consistente y una creciente indexación de la economía pueden resultar objetivos contrapuestos en un contexto institucional agregado de baja credibilidad y reputación, donde la sintonía fina no pareciera ser uno de sus fuertes.

Los desafíos de cara al 2021 son complejos y la postergación de ciertas definiciones clave no resulta inocua. Las señales acerca de una moderación en la dinámica fiscal (que trae implícito una señal de menor oferta de moneda local en el futuro) y un programa cambiario/monetario son elementos de gran importancia para anclar las expectativas inflacionarias. Formular metas consistentes y creíbles a corto plazo y seguir un sendero de cumplimiento de dichos anuncios puede conformar una estrategia tanto deseable como necesaria para lograr ampliar los horizontes de planeamiento y pensar la economía de los próximos años.

En lo inmediato, el sendero oscilante entre medidas de moderación y disruptivas prácticamente desarticula muchos de los efectos positivos de decisiones que se toman en la práctica pero no tienen correlato en lo discursivo. Esto que en la práctica luce óptimo, parece difícil de pensar de cara a un año electoral, aunque la imperiosa necesidad de acelerar un acuerdo con el FMI que incluya fondos frescos debería intentar conciliar ambas agendas.