Por Marina Dal Poggetto y Lucio Guberman
La discusión por “sí o por no” en torno al decreto de desregulación y al proyecto de mega ley ómnibus enviado al Congreso nos trajo el recuerdo de la película italiana “La hora del cambio”, que casualmente estuvo en cartel durante la semana de las elecciones de octubre de 2017. La película trata sobre la experiencia de un nuevo alcalde que viene de afuera de la política y destrona con un amplio apoyo popular al alcalde deshonesto, símbolo de la vieja política, con el eslogan “Cambiemos”.
En el film el festejo dura muy poco y, en cuanto arrancan las medidas prometidas en la plataforma de campaña, los ciudadanos “afectados por el cambio” reaccionan. Entre otros, el cura se enoja porque no quiere pagar impuestos; el cuidacoches, por no poder cobrar por el estacionamiento; la vecina, porque no puede estacionar en la calle; los policías lloran porque tienen que hacer multas por primera vez; los empleados municipales, porque tienen que trabajar; el dueño del bar (cuñado del flamante alcalde), porque no consigue la autorización que esperaba para ampliar el local; el dueño de la fábrica, porque se la clausuran al no estar dispuesto a hacer la inversión para tratar los afluentes que contaminaban groseramente el mar, y sus empleados, porque pierden el trabajo.
La reacción escala y el cura organiza una reunión en la iglesia para ponerle un freno “al cambio”. Con excepción de un ciudadano, que ve que la ciudad estaba “muy linda” (de hecho, en las imágenes después del “cambio”, más que un lugar de Italia del sur parecía Suiza), acuden todos y organizan un complot.
La película termina cuando, en medio de la revuelta popular, el flamante alcalde caído en desgracia arenga al pueblo y explica que cambiar implica “cambiar todos y no que cambie solo el otro”. El discurso es conmovedor y no corresponde contar el final; cada uno puede imaginarlo según sus creencias respecto de la viabilidad del cambio cultural o, directamente, puede conseguir la película para conocer las creencias del director.
Pero, más allá del grotesco, la alegoría viene a cuento de lo complicado de la agenda del cambio. Sobre todo, en una Argentina donde vienen fallando los intentos de establecer acuerdos para un cambio duradero que apuntale la productividad sistémica de la economía y haga sostenible el equilibrio fiscal.
Patológicamente, el disparador de esta nota fue el mismo que usamos en otra, publicada en LA NACION en marzo de 2018, menos de un mes antes de que al mercado dejara de financiar los desequilibrios gemelos, y empezara a exigir dos agendas contrapuestas (gobernabilidad y ajuste) a un gobierno que entraba en la segunda mitad de su mandato y enfrentaba en 2019 elecciones presidenciales. El final de esa historia es conocido: el “reformismo permanente” que iba a transformar la Argentina chocó, cuando la alternancia democrática hacia el gobierno del Frente de Todos terminó por romper el acceso al crédito, obligando al propio Mauricio Macri a reinstalar el cepo después de la elección presidencial definitiva, que dio por vencedora a la entonces oposición. En los últimos cuatro años no solo hubo marcha atrás en buena parte de las reformas encaradas por Macri, sino que se recreó la misma distorsión de precios relativos de arranque, pero con una inflación que multiplica por casi diez veces la de 2015 (220% en 2023), y con un deterioro enorme de los ingresos (salarios y jubilaciones), en un esquema de represión financiera perverso que otra vez se intenta desarmar.
¿Cuáles son las posibilidades de éxito de un ambicioso mega paquete de medidas de desregulación y privatizaciones, sumado a una mega ley ómnibus, ambos impulsados por un Presidente sin fuerza parlamentaria suficientes, sin territorialidad que le dé músculo político, sin ningún tipo de señal en la política de ingresos con una clase media que está asumiendo el grueso del costo del ajuste, y con casi todos los frentes corporativos abiertos al mismo tiempo? Léase bien, casi todos, porque “algunos frentes” se cerraron antes, no necesariamente con criterios políticos o económicos, sino como contraparte de un armado de gobierno que, en el fondo, es mucho más corporativo que lo que el discurso de campaña anti casta indicaba que sería.
La circulación del video de Carlos Menem anunciando a fines de octubre de 1991 el decreto de desregulación (decreto 2284) intentó mostrar un paralelo con la audacia del entonces Presidente, que fue el único que logró domar la inflación desatada con el Rodrigazo en 1975. Para entonces ya habían pasado siete meses desde el lanzamiento y la tasa de inflación había bajado al 1,4% mensual –venía de 27% en febrero de ese año y de dos hiperinflaciones a mediados de 1989 y a principios de 1990–. También vale remarcar el detalle no menor, de que el andamiaje legal tras el decreto eran dos leyes (Emergencia Económica y Reforma del Estado) que Menem había negociado con Alfonsín para anticipar la transición entre ambas gestiones. Amén de que el propio Menem usó la caja generada por las privatizaciones, entregando acciones como medio de negociación con sindicatos y grupos empresarios.
“La desindexación del gasto, si logra pasar el proyecto, se va a dar después de la megalicuación de las jubilaciones que está provocando el salto inflacionario”
Lejos de las propuestas de campaña de “prender fuego el Banco Central”, el programa de estabilización implementado tres semanas atrás incluye un “shock controlado” mucho más parecido al que imaginábamos, aunque con una calibración algo distinta. En parte por cuestiones de diseño (retenciones menos extendidas, impuesto PAIS más alto, reimplementación del dólar blend que permite al exportador vender 80% al dólar oficial y 20% al dólar CCL, y baja peligrosa en la tasa de interés nominal para acelerar la licuación del overhang de pesos), en parte por demoras en las propias normas que apuntalaban la consolidación fiscal de corto plazo (se incluyó el paquete fiscal en una ley ómnibus con 664 artículos en un juego a todo o nada). Y, fundamentalmente, porque el shock inicial con ancla cambiaria se magnifica por el propio decreto regulatorio que, en simultáneo, abre la exportación y liberaliza precios internos, sin prestar atención a la escalada desordenada de costos y al impacto fiscal resultante.
De hecho, hoy las nuevas retenciones siguen sin cobrarse, y la desindexación del gasto, si se logra pasar el proyecto, se va a dar después de la megalicuación de las jubilaciones que está provocando el salto inflacionario. Adicionalmente, el dólar blend frente al overshooting cambiario y la demora en cobrar retenciones aceleran las exportaciones y le permiten al Banco Central comprar dólares (van US$3200 millones desde que arrancó), aunque esto casi exclusivamente como contracara del cronograma de pagos a las nuevas importaciones que, en los hechos, generarían un aumento de la deuda comercial de entre US$7000 y US$8000 millones adicionales hasta abril.
Dicho de otra forma, si se sostiene el blend y se empieza a pagar importaciones, el 65% de la balanza comercial iría al CCL y no a las arcas del Central. El esquema blend no es sostenible, sobre todo si la colocación del bono a importadores (Bopreal) no termina de arrancar. Pero cada día que pasa es más costoso salir, dado el atraso cambiario que coordina desde arriba el salto en la inflación al 29% en diciembre –según nuestro relevamiento en Eco Go–, con un crawling peg de 2% mensual.
La magnitud del salto inflacionario y su moderación dependerán de la escalada distributiva detrás, de la capacidad para sostener la promesa fiscal, de que el Banco Central siga comprando dólares, y de la tolerancia de la política y la sociedad a la recesión que habrá.
“Milei mostró pragmatismo al correrse del discurso de campaña e intentar un programa de estabilización”
En algún momento (más temprano que tarde), se debe ir a un programa monetario que incluya un programa fiscal (no solo basado en impuestos extraordinarios, en un nuevo blanqueo y/o en una megalicuación del gasto), y a un programa financiero (que no puede estar basado solo en recircular hacia el Tesoro los pesos acorralados, sin perpetuar el perverso status quo del cepo). Programa financiero que ya en 2025 empezará a ser exigente, por el aumento de los vencimientos de deuda en dólares, tanto más cuanto más “exitoso” sea el Banco Central en retirar parte del excedente de pesos en manos de importadores con el bono en dólares. Si el ancla es creíble, la remonetización se va a dar y la economía debería rebotar.
La agenda era complicadísima. Milei mostró pragmatismo al correrse del discurso de campaña e intentar un programa de estabilización. ¿Mostrará el mismo pragmatismo en la negociación del DNU y el proyecto de ley, o mantendrá el juego a todo o nada, con riesgos ciertos sobre la gobernabilidad y su programa de estabilización? ¿Podrá negociar estableciendo prioridades que aseguren la viabilidad del programa fiscal y financiero?
Demasiado temprano para hacer un pronóstico. Por el bien de todos, ojalá haya menos fricciones de las que aparecen a la vista entre un gabinete en extremo corporativo, una licuación de la capacidad de compra de los ingresos que es peligrosa frente a un programa muy recesivo e inflacionario de arranque, y un mega esquema de reformas no negociadas con distintas prioridades que se pretende pasar a libro cerrado, sin hacer política.