Un peligroso engendro inflacionario, en un país con su contrato social dañado

La inflación ya corre a un ritmo anual por arriba de los tres dígitos, y aún con precios relativos rezagados y con una economía muy cerrada

La inflación ya corre a un ritmo anual por arriba de los tres dígitos, y aún con precios relativos rezagados y con una economía muy cerrada. Fabian Marelli

El Gobierno sigue apuntando a ganar tiempo. Recurre a desdoblar sucesivamente el tipo de cambio y a ampliar el control comercial para administrar la creciente escasez de reservas, en lugar de encarar un programa de estabilización, cuyos costos son y serán más altos cada día que pasa.

El objetivo de “devaluar en cuotas para distintos sectores” y seguir cerrando el cepo es intentar patear la pelota para la próxima administración sin concretar un salto devaluatorio discreto, apuntando a contener la inercia inflacionaria no mucho más allá de los niveles actuales, y tratando de afectar lo menos posible la actividad económica, que está sostenida sobre un nivel de importaciones no financiable, por falta de reservas y de crédito.

Varios factores hacen que sea difícil intuir las chances de que la “estrategia” salga bien. Hay un horizonte finito si se mira el futuro cambio de gobierno; un mundo cada día más complicado (con subas de tasas, precios de commodities más bajos y países entrando en recesión); una sequía que afecta las proyecciones de cosecha; vencimientos netos por US$8000 millones en 2023, entre las deudas del sector público y las del sector privado, y señales ciertas de que la tregua dentro de la coalición gobernante que implicó la llegada de Sergio Massa al Ministerio de economía, se empieza a resquebrajar.

Detrás de la inflación, de una violentísima dispersión de precios relativos (bienes muy caros, servicios regulados muy baratos y un salario muy desinflado, sobre todo en el sector informales), y de una brecha cambiaria orillando el 100% (después de cuatro meses de carry trade al 30% acumulado con el dólar marginal a $300, o al 45% si se toma como referencia el dólar de pánico de $350 a mediados de julio), aparece el deterioro creciente del balance del Banco Central al cual, para expresarlo en forma simplificada, le sobran pesos y le faltan dólares. Y por cómo el Gobierno viene manejando la coyuntura, cada vez le van a sobrar más pesos y le van a faltar más dólares.

Más pesos que van a surgir del déficit cuasi fiscal por los intereses de los pasivos remunerados (Leliq más Pases), que hoy son casi el triple del déficit fiscal. Con pasivos remunerados por casi $9 billones, el taxi de los intereses alcanza a $580.000 millones versus $220.000 millones de déficit, que resulta de restarle, al superávit fiscal de septiembre de $5500 millones, la recaudación extra por las retenciones correspondientes a la liquidación de operaciones de soja con un dólar a $200.

“El objetivo de ‘devaluar en cuotas’ y seguir cerrando el cepo es intentar patear la pelota para la próxima administración”.

Montado sobre esta coyuntura, cualquier intento de congelamiento de los precios y del dólar oficial, solo agudizaría la escasez, en una economía que debe reducir su nivel de importaciones en más de 20% (de US$6200 millones mensuales, netos de energía, en los últimos cinco meses a US$5000/US$4500 millones mensuales). Por ende, también impactaría en la brecha cambiaria y en la creación de mercados paralelos de bienes y servicios.

Faltan diez meses para las PASO (sino se cancelan) y catorce meses para el cambio de gobierno. Es una eternidad para el nivel de nominalidad creciente. Con una inflación de 6,2% mensual en septiembre (106% anualizada), las paritarias se reabrieron tras el conflicto con los trabajadores de neumáticos y, por tres o cuatro meses, se ubicaron en el 10% mensual (200% según el índice anualizado), aumentando la presión nominal. Con un dólar que sube cada día a un ritmo de 6,5% mensual (113% anualizado), y con tarifas que, más allá de la segunda postergación del esquema de aumentos segmentados anunciados por Massa, deberían correr por encima de la inflación.

“Faltan diez meses para las PASO (sino se cancelan) y catorce meses para el cambio de gobierno. Es una eternidad para el nivel de nominalidad creciente”.

Sin anclas a la vista, los riesgos de una nueva escalada en la nominalidad son altísimos, sobre todo sin un esquema de cooperación entre el gobierno que llegará y el que se irá. Por cooperación se entiende que se respeten los contratos en moneda local, lo cual requiere de una combinación de licuación y/o mantenimiento de los controles y una brecha cambiaria en el arranque de la nueva gestión. Licuación que no es intuitiva si escala la indexación de la deuda pública.

Si no hay contratos en pesos que permitan transitar de un gobierno a otro, el excedente de pesos creciente va a buscar cobertura en el dólar marginal y/o en el mercado de bienes, lo cual agudizará la escalada inflacionaria. Sobre todo, si la restricción de divisas obliga a seguir cerrando la economía, duplicando el número de licencias no automáticas y encareciendo el precio local de los bienes. La demanda de activos en dólares a precios de remate frente al cambio de expectativas por una nueva gestión, puede ayudar algo, pero el sendero no es lineal.

No se construye una híper de la noche a la mañana. Pero trabajamos activamente en forzar un nuevo cambio de régimen inflacionario, que ya corre anualmente por arriba de los tres dígitos, con precios relativos rezagados (dólar, tarifas y combustibles), con una economía muy cerrada, con paritarias que empiezan a escalar, con una política fiscal y monetaria que necesita (y además coordina) que la inflación se acelere, y con un déficit cuasi fiscal que empieza a ser preocupante en un contexto en el cual la tasa de interés de dólares pricea el default.

Literalmente, es una olla a presión, que requiere que se enfríe antes de sacarle la tapa, en el marco de un plan de estabilización. Ante esta nominalidad no hay margen ni financiamiento para el gradualismo, pero el shock requiere consistencia y, sobre todo, requiere administrar políticamente los efectos distributivos que provoca.

Un poco de historia

La inflación crónica en el país arrancó con el peronismo, pero, tomando el lapso de 1943 a 1974, solo en 1958 se ubicó en 101% antes del “hay que pasar el invierno” de Álvaro Alsogaray. Y solo en 1951 y en 1972 fue mayor al 50%; en 1951, antes del programa de estabilización de Gómez Morales en el segundo gobierno de Juan Domingo Perón, y en 1972, antes del Plan Gelbard, que intentó un acuerdo de precios y salarios frente a una inconsistencia fiscal y monetaria agravada por el escenario de liberalización financiera global.

Recién a partir de 1975 la economía ingresó en un régimen de alta inflación, del cual salió 16 años más tarde, con la implementación de la Convertibilidad, en abril de 1991. El cambio de régimen inflacionario se dio cuando Celestino Rodrigo (apadrinado por Ricardo Zin) tomó la decisión de sacar la tapa de la olla a presión liberando todas las variables en junio 1975, tras un período de congelamiento de precios, déficit fiscal abultado y ancla cambiaria. Tras la medida, el dólar oficial subió 160% y el financiero, 100%; las tarifas aumentaron cerca de 100% y los combustibles, 180%. Y se pretendía que los salarios subieran 38%. La escalada que hubo en las negociaciones salariales llevó la inflación, que se ubicaba en torno al 7% mensual promedio, al 21% mensual en junio, al 34% mensual en julio de 1975, y al 335% anual acumulado en ese año. La inflación pasó de un promedio mensual de 2,9% en 1974 a uno de 13,4% en 1975. La inestabilidad política terminó en el golpe de Estado de 1976 y, aun con el esquema de liberación de la cuenta capital financiada con los “petrodólares”, con la “tablita”, con el grosero atraso cambiario, con apertura de la economía y con el “manejo” de la puja distributiva, la inflación no bajó del 5,5% mensual promedio en 1980.

Cuando, a principios de los 80, Paul Volcker subió la tasa de interés en Estados Unidos y se acabaron los dólares baratos, el modelo de atraso cambiario colapsó, con una economía muy endeudada y un sistema financiero cuasi quebrado. En 1981, el entonces ministro de Economía Lorenzo Sigaut no pudo sostener su “el que apuesta al dólar pierde” y decidió un esquema de devaluaciones escalonadas discretas, para salir de la tablita que había heredado de José Alfredo Martínez de Hoz. La escalada inflacionaria pasó del 7%/8%a al 10% mensual y el año terminó con un índice de 131%, versus el 87% de 1980. En 1982, el Plan Alemann de devaluación compensada con retenciones, cierre fiscal y contención de la puja distributiva funcionó, hasta que llegó la marcha de la Multipartidaria a fines de marzo de ese año y, posteriormente, la locura de Malvinas. El año cerró con una inflación del 209%; fue de 433% en 1983 y de 688% en 1984, cuando Bernardo Grinspun intentó recomponer la capacidad de compra de los salarios, en el primer año de la vuelta a la democracia sin anclas.

No es el propósito de este artículo contar la historia de los fracasos macroeconómicos de la Argentina, pero el cuadro muestra cómo el manejo de una nominalidad en los niveles actuales es ciertamente complicado y fácilmente escalable, sobre todo si la política no acompaña y la puja distributiva se dispara tras los intentos de corregir precios relativos sin ancla política, y sin una agenda de competitividad consensuada, lo cual es casi un oxímoron. El intento de congelar y patear para la próxima administración, y el intento del otro lado de apuntar a evitar una herencia asintomática, no representan el mejor punto de partida para pensar cómo salimos del peligroso engendro inflacionario que seguimos construyendo, en un país donde el contrato social está cada vez más deteriorado.

Por Marina Dal Poggetto y Sebastián Menescaldi