Una moneda para mi país

En términos generales, una moneda debe cumplir tres funciones: medio de pago, unidad de cuenta y reserva de valor. Como medio de pago reduce los costos de transacción y hace más eficiente la división del trabajo, en tanto como unidad de cuenta dota de mayor fluidez a los intercambios y facilita la difusión de información en el mercado. Finalmente, como reserva de valor la moneda ofrece un vehículo que permite desacoplar temporalmente ingresos y gastos, brindando mayor previsibilidad en las decisiones económicas y dando margen para proyectar el sendero de consumo intertemporal.

Como se observa, la moneda cumple un rol fundamental en el sistema económico, resolviendo numerosos desafíos que se fueron planteando desde la aparición de las primeras civilizaciones, aumentando la productividad y resultando condición necesaria para el desarrollo.

En Argentina, las sucesivas licuaciones y la enorme volatilidad macroeconómica de las últimas décadas fueron debilitando la capacidad del peso para cumplir con los tres roles.

La función de reserva de valor desapareció hace varias décadas, llevando a que los argentinos opten por un instrumento alternativo para intentar mantener el valor de sus ahorros y poder planificar en el tiempo. Ya en 2006, un informe de la Reserva Federal de EE.UU. situaba a Argentina como el país extranjero con mayores tenencias de dólares billete, tanto en términos absolutos (US$ 50.000 M, más del 6% de los billetes y monedas emitidos por la Fed entonces) como per cápita (US$ 1.300, duplicando el nivel de Panamá, el segundo en la lista). En marzo de 2020, según estimaciones del Indec, los depósitos y tenencias de moneda extranjera de residentes ascendieron a un total de US$ 227.733 M, alrededor de 50% del PIB de 2019, 120% de la deuda pública con el mercado y organismos internacionales y equivalente a 8 veces el tamaño del crédito en pesos al sector privado. Un dato basta para ilustrar las razones detrás de dicha dinámica: quien decidió colocar sus ahorros un depósito a plazo fijo en pesos en 2000 y lo fue renovando todos los meses hasta hoy, terminó perdiendo poder adquisitivo en siete de cada diez meses.

Asimismo, la moneda local también fue perdiendo su rol de unidad de cuenta, no sólo porque algunas transacciones (como las inmobiliarias) se pactan directamente en otras monedas o porque la rentabilidad de las inversiones o la valuación de proyectos se realiza tomando como referencia al dólar, sino también porque la volatilidad y dispersión fue vaciando de contenido informativo a los precios en pesos de los bienes y servicios.

Lejos de brindar una referencia con bajo costo de descubrimiento para tomar decisiones de consumo e inversión, la variabilidad de precios (con cambios constantes o una amplía dispersión en función del canal de venta, el medio de pago utilizado o incluso el día de la semana en que se compre) introduce ruido en las decisiones económicas y requiere destinar esfuerzos significativos a adaptarse al contexto. En el caso de las empresas, esto muchas veces implica detraer recursos de las actividades operativas propias del corazón del negocio o a las actividades de investigación y desarrollo, obstaculizando las mejoras de productos y procesos y las ganancias de competitividad. En contextos de alta volatilidad, una firma con un producto atractivo y con elevada demanda de los consumidores puede quedar fuera del mercado por una decisión financiera equivocada.

Esta situación llevó a que Argentina prácticamente perdiera la capacidad de hacer política monetaria, resignando una herramienta muy poderosa para estabilizar el ciclo macroeconómico y adaptarse a shocks internos y externos. Por ejemplo, para mitigar el shock de la Covid-19, Chile recurrió a la reputación construida durante décadas para colocar deuda a tasas bajas, flexibilizar su política monetaria y llegar al punto de operar con forward guidance y compras de activos, esquemas que parecían reservados a los bancos centrales de las economías avanzadas.

Por el contrario, en Argentina la reacción a los shocks externos en las últimas décadas ha sido traumática y caracterizada por un escaso espacio de respuesta fiscal y monetaria: lejos de restaurar en forma duradera el equilibrio externo y dar señales a las exportaciones, una corrección nominal del tipo de cambio activa un círculo vicioso que profundiza el impacto recesivo del shock inicial. Dada la alta ponderación del dólar en la función de formación de precios (incluso en bienes y servicios no transables), el salto del tipo de cambio nominal acelera la inflación, que rápidamente va “limando” la suba inicial en el tipo de cambio real. Si las razones que motivaron el salto cambiario siguen operativas, el tipo de cambio nominal debe continuar moviéndose para tratar de sostener el equilibrio externo, exacerbando la inestabilidad financiera y presionando al alza las tasas de interés locales (o forzando la introducción de restricciones de acceso al mercado de cambios), en tanto la recesión y la devaluación impactan sobre el ratio de deuda a PIB y la recaudación, forzando un ajuste fiscal endógeno que se suma al externo y al monetario. Este círculo vicioso de ajuste externo-monetario-fiscal amplifica el efecto del shock inicial, con alto impacto sobre los indicadores económicos y sociales.

Con estos motivos en mente, resulta fundamental comenzar de una vez por todas la construcción de una moneda nacional, en línea con la mayor parte de nuestros vecinos. No hay camino al desarrollo que pueda prescindir de una moneda que cumpla las tres funciones principales, una política monetaria prudente y autónoma, un esquema macroeconómico consistente y un mercado de capitales que canalice en forma eficiente el ahorro doméstico a la inversión productiva.